Carta a América
Querida América:
Ésta es una carta difícil de escribir, porque ya no estoy demasiado segura de quién eres; quizá alguno de los tuyos tenga el mismo problema.
Creía que te conocía; después de estos últimos 55 años casi somos de la familia. Tú eras los libros de cómics de Mickey Mouse y del Pato Donald que yo leía a finales de los años cuarenta. Eras los programas de la radio: Our miss Brooks, de Jack Benny. Eras la música que yo cantaba y con la que bailaba: las hermanas Andrews, Ella Fitzgerald, los Platters, Elvis. Eras muy divertida.
Tú escribiste algunos de mis libros favoritos. Creaste a Huckleberry Finn, y a Hawkeye, y a Beth y a Jo en Mujercitas, valientes, cada una a su manera. Más adelante, fuiste mi querido Thoreau, padre de la ecología, testimonio de la conciencia individual, y Walt Whitman, trovador de la gran república, y Emily Dickinson, guardiana del alma secreta. Eras Hammett y Chandler, héroes de las malas calles; más tarde incluso fuiste un trío extraordinario, Hemingway, Fitzgerald y Faulkner, que trazaron los laberintos oscuros de nuestros corazones. Eras Sinclair Lewis y Arthur Miller, quienes con su personal idealismo estadounidense denunciaron tus falsedades, porque ambos creían que podías hacerlo mejor.
Estás destruyendo la Constitución. Tu casa puede ser asaltada sin permiso, te pueden encarcelar sin motivo, intervenir tu correo. ¿Por qué no consideras eso como una fórmula para la intimidación política y el fraude?
Un hombre no es sólo una mujer disfrazada y con suspensorio. No razona igual, excepto en temas como las ciencias exactas. Pero tampoco es una forma de vida inferior o extraña
"¿Por qué los hombres se sienten amenazados por las mujeres?", le pregunté a un amigo varón. Porque "tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos", dijo él
Tú eras Marlon Brando en La ley del silencio, eras Humphrey Bogart en Cayo Largo, eras Lillian Gish en La noche del cazador. Te alzaste por la libertad, la honestidad y la justicia; protegiste a los inocentes. Yo creía en la mayoría de esas cosas. Creo que tú también. En aquel momento parecía auténtico.
Incluso cuando pusiste a Dios en el dinero, aun entonces. De acuerdo con tu forma de pensar, las cosas del César eran también las cosas de Dios; eso te daba confianza en ti misma. Tú siempre quisiste ser una ciudad en la cima de la colina, un faro para todas las naciones, y durante un tiempo lo fuiste. Venid a mí los que estéis cansados, los pobres, cantabas, y durante un tiempo fuiste sincera.
Como galos romanizados
Tú y nosotros siempre hemos estado cerca. La historia, esa vieja marañera, nos ha mantenido ligados desde principios del siglo XVII. Algunos de nosotros éramos tú; algunos queríamos ser tú; algunos de vosotros erais nosotros. No sólo eres nuestros vecinos, en muchos casos -el mío por ejemplo-, también eres nuestros parientes, nuestros compañeros de trabajo y nuestros amigos. Pero desde aquí arriba, al norte del paralelo 49, aunque lo veíamos todo desde primera fila, nunca os entendimos del todo. Somos como los galos romanizados, que se asoman por encima del muro para observar a los verdaderos romanos: nos parecemos a los romanos, vestimos como romanos, pero no somos romanos. ¿Qué hacen? ¿Por qué? ¿Qué están haciendo ahora? ¿Por qué examina el augur el hígado del cordero? ¿Por qué el adivino vende al por mayor comida para perros?
Quizá por eso me resulta difícil escribirte esta carta: no estoy segura de saber qué está pasando. En cualquier caso, tú tienes una enorme banda de cercenadores de tripas que no hacen otra cosa más que analizar todas tus venas y todos tus lóbulos. ¿Qué puedo decirte sobre ti misma que aún no sepas?
Quizá la razón de mis dudas sea la vergüenza, fruto de un oportuno pudor. Pero es más probable que sea por otra clase de vergüenza. Cuando mi abuela, que se educó en Nueva Inglaterra, oía algo desagradable, cambiaba de tema y se ponía a mirar por la ventana. Y yo tiendo a hacer lo mismo: estáte callada, ocúpate de tus asuntos.
Pero me arriesgaré, porque tus asuntos ya no son solamente tus asuntos. Parafraseando al fantasma de Marley, que se dio cuenta demasiado tarde, la humanidad es asunto tuyo. Y viceversa: cuando el Sonriente Gigante Verde se tambalea, aplasta a muchas plantas y animales menores. Dado que, para nosotros, tú eres nuestro mayor socio comercial, sabemos perfectamente bien que si te caes al hoyo nosotros vamos detrás. Tenemos muchos motivos para desear que te vaya bien.
No voy a exponer las razones por las que creo, a la vista de lo sucedido, que tus recientes aventuras en Irak han sido un error táctico garrafal. Cuando leas esto, Bagdad puede haber sido arrasada o no, y quizá otras muchas entrañas de cordero han sido examinadas. Hablemos, pues, no de lo que le estás haciendo a los demás, sino de lo que os estáis haciendo a vosotros mismos.
Estás destruyendo la Constitución. Tu casa puede ser asaltada sin permiso, sin previo aviso, te la pueden arrebatar y te pueden encarcelar sin motivo, pueden intervenir tu correo, registrar tus documentos personales. ¿Por qué no consideras eso como una fórmula para el negocio del robo a gran escala, la intimidación política y el fraude? Ya sé que te han dicho que es por tu propia seguridad, para protegerte, pero piénsalo un minuto. En cualquier caso, ¿desde cuándo tienes tanto miedo? No solías asustarte con tanta facilidad.
Tienes un nivel de deuda altísimo. Sigue gastando a ese ritmo y pronto no podrás pagar ninguna de tus grandes aventuras militares. O eso, o te pasará como a la URSS: muchos tanques, pero sin aire acondicionado. Tu gente va a enfadarse mucho.
Se enfadarán aún más cuando no puedan ducharse, pues tu ciego rechazo a las medidas de protección medioambiental ha contaminado casi toda el agua y ha secado el resto. Para entonces, las cosas estarán realmente más calientes y más sucias.
Estás devastando la economía estadounidense. ¿Cuánto tardarás en responder a eso no produciendo nada por ti misma, para apoderarte de lo que producen otros a precios obtenidos por la diplomacia de las armas? ¿Se va a convertir el mundo, dentro y fuera de tus fronteras, en un puñado de reyes Midas megarricos y todos los demás en sus siervos? ¿Será el sistema de prisiones el sector de negocios más grande de Estados Unidos? Esperemos que no.
Si sigues bajando por esta pendiente resbaladiza, la gente del resto del mundo dejará de admirar las cosas buenas que tienes. Decidirán que tu ciudad sobre la colina es una pocilga y tu democracia una mentira, y entonces no podrás hacer negocios intentando imponer tu sucia imagen. Pensarán que has desertado del respeto por la ley. Pensarán que has ensuciado tu propio nido.
Los británicos tenían una leyenda sobre el rey Arturo. No estaba muerto, sino durmiendo en una cueva; cuando llegara la hora de mayor peligro para la nación, él volvería. Tú también tienes grandes figuras del pasado a las que puedes recurrir: hombres y mujeres valientes, conscientes, visionarios. Acude a ellos ahora para que estén a tu lado, para que te inspiren, para que defiendan lo mejor que hay en ti. Les necesitas.
Crear el personaje masculino
Estoy más que encantada de que hayan invitado ustedes a una mujer para pronunciar las conferencias Hagey de este año, y pese a que podían haber escogido a alguien más respetable que yo, me doy cuenta de que las alternativas son limitadas.
Mi falta de respetabilidad la sé de buena fuente. La buena fuente en cuestión son los académicos varones de la Universidad de Victoria, en la Columbia Británica, donde me hicieron una entrevista no hace mucho tiempo. "Hice una pequeña encuesta", dijo el entrevistador, que era bastante amable, "entre los profesores de aquí. Les pregunté qué opinaban de su trabajo. Las opiniones de las mujeres fueron todas muy positivas, pero los hombres me dijeron que no estaban seguros de si usted era respetable o no". De manera que les advierto que todo lo que están a punto de oír no es académicamente respetable. El punto de vista que voy a exponer es el de una novelista en activo que vive desde hace años en New Grub Street, no el de la victoriana que aprendí a ser durante cuatro años en Harvard; pese a que el espíritu victoriano esté ahí tal como ustedes ya habrán notado. Así que mencionaré la metonimia y la sinécdoque ahora, sólo para impresionarles y hacerles saber que sé que existen.
Todo lo anterior, por supuesto, es una forma de informar a los varones de la audiencia de que, pese al título de esta conferencia, no tienen por qué sentirse amenazados. Creo que, como cultura, hemos alcanzado un punto en el que los hombres necesitan un poco de apoyo positivo. Durante la charla de esta noche voy a poner en marcha un proyecto personal. He traído unas cuantas estrellas doradas, unas cuantas de plata y unas cuantas azules, ficticias por supuesto. Tendrán una estrella azul, si la desean, sólo por haberse sentido tan poco amenazados como para estar aquí esta noche. Conseguirán una estrella de plata si se sienten tan poco amenazados como para reírse con las bromas, y ganarán una estrella dorada si no se sienten en absoluto amenazados. Por el contrario, recibirán un punto negro si dicen: "A mi mujer le encantan sus novelas". Tendrán dos puntos negros si dicen, como me dijo un productor de la CBC hace poco: "Algunos estamos preocupados porque tenemos la impresión de que las mujeres están acaparando el panorama literario canadiense".
"¿Por qué los hombres se sienten amenazados por las mujeres?", le pregunté a un amigo varón. (Me encanta esa maravillosa estratagema retórica, "un amigo varón". La usan a menudo las periodistas cuando quieren decir algo especialmente malicioso, pero no quieren que les atribuyan la responsabilidad a ellas. También sirve para hacer saber a la gente que tienes amigos varones, que no eres uno de esos monstruos míticos que arrojan fuego; una feminista radical, que se pasea con unas tijeritas y da patadas en la espinilla a los hombres si le abren la puerta. "Un amigo varón" también confiere, admitámoslo, cierto peso específico a la opinión dada). O sea que ese amigo varón, que por cierto existe, participó oportunamente en el siguiente diálogo. "Me refiero a que", le dije, "los hombres suelen ser más altos, en general, pueden correr más, estrangular mejor, y suelen tener mucho más poder y más dinero". "Tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos", dijo él, "de que ridiculicen sus puntos de vista". Luego les pregunté a varias estudiantes de un seminario de poesía que estaba impartiendo: "¿Por qué las mujeres se sienten amenazadas por los hombres?". "Tienen miedo de que las maten", contestaron.
A partir de aquí deduje que los hombres y las mujeres son diferentes, en cualquier caso en cuanto al por qué y al cuándo se sienten amenazados. Un hombre no es sólo una mujer disfrazada y con suspensorio. No razonan igual, excepto en cuestiones como las ciencias exactas. Pero tampoco son una forma de vida inferior o extraña. Desde el punto de vista de la novelista este descubrimiento tiene implicaciones muy diversas, y, como ven, nos estamos acercando al tema de esta noche, aunque al estilo de las mujeres, a paso de cangrejo, tortuoso y huidizo; a pesar de todo nos vamos acercando. Pero antes, una breve digresión, en parte para demostrar que cuando la gente les pregunte si odian a los hombres, la respuesta adecuada debe ser: "¿A cuáles?", ya que, por supuesto, la otra gran revelación de esta noche es que no todos los hombres son iguales. Algunos llevan barba. Además, nunca he sido de esas que hablan con desprecio de los hombres a base de meterlos a todos en el mismo saco; nunca diría por ejemplo, como hacen algunas: "Si les tapas el cuerpo con una bolsa de papel son todos iguales". En un extremo está Albert Schweitzer, y Hitler en el otro.
Pero piensen en lo que sería hoy la civilización sin la contribución de los hombres. No habrían pulidoras eléctricas, ni bombas de neutrones, ni psicología freudiana, ni grupos de heavy metal, ni pornografía, ni Constitución canadiense recuperada... la lista podría seguir y seguir. Y son divertidos para jugar al Scrabble y sirven para comerse las sobras. He oído a algunas mujeres bastante hartas opinar que el único hombre bueno es el hombre muerto, pero eso no es cierto en absoluto. Pueden ser difíciles de encontrar, pero veámoslo de esta forma; igual que los diamantes, brutos o no, la escasez les hace más preciados. ¡Tratadles como seres humanos! Al principio puede sorprenderles, pero tarde o temprano emergerán sus buenas cualidades, la mayoría de las veces. Bueno, si hacemos caso de las estadísticas... algunas veces.
Esa no era la digresión... ésta es la digresión. Yo crecí en una familia de científicos. Mi padre era un entomólogo al que le encantaban los niños y que casualmente no se sentía amenazado por las mujeres, y pasamos muchos buenos ratos escuchando sus explicaciones sobre el escarabajo pelotero, o sacando gusanos de seda de la sopa porque se había olvidado de darles de comer y ellos habían recorrido toda la casa en busca de hojas. Una de las consecuencias de mi educación fue tener mucha ventaja en el patio del colegio cuando los niños intentaban asustarme con gusanos, serpientes y cosas así; la otra fue que desarrollé, algo más adelante, una afición por los escritos del gran naturalista del siglo XIX, y padre de la entomología moderna, Henri Fabre. Fabre era, como Darwin, uno de esos naturalistas aficionados obsesivos y especialmente dotados que el siglo XIX produjo en gran cantidad. (...) Leí con auténtico placer su descripción de la vida de las arañas, y de sus experimentos con hormigas león, con los que intentaba demostrar que eran capaces de razonar. Pero no sólo eran los temas de Fabre los que me interesaban: era el personaje en sí mismo, tan lleno de energía, tan entusiasmado con todo, tan lleno de ingenio, tan dispuesto a seguir su línea de investigación hasta donde pudiera llevarle. Podía tener en cuenta las opiniones ajenas, pero no creía en nada que no hubiera experimentado él mismo. Me encanta imaginármelo, pala en mano, dirigiéndose a un terreno lleno de excrementos de oveja, en busca de excrementos de escarabajo sagrado y de los secretos del ritual de la puesta de huevos. "¡Se hizo la luz!", exclamó cuando extrajo un pequeño objeto, que no era redondeado como suelen ser las bolas de excremento que come el escarabajo sagrado, ¡sino con una ingeniosa forma de pera! "Oh, bendita felicidad de la verdad súbitamente revelada", escribió. ¡No hay nada que pueda compararse contigo!
Y es con ese espíritu, me parece a mí, con el que debemos abordar todos los temas.
Lo que aprendí en el colegio
En 1960, cuando iba a la universidad, todo el mundo sabía que el departamento de inglés de la facultad no contrataba a mujeres, tuvieran los títulos que tuvieran. Mi facultad sí contrataba mujeres, pero no se daba ninguna prisa en promocionarlas. Una de mis profesoras era una reconocida especialista en Samuel Taylor Coleridge. Fue una respetada especialista en Coleridge durante muchísimos años, antes de que a alguien le pareciera adecuado darle un puesto de más categoría que el de profesora.
Afortunadamente, yo no quería ser especialista en Coleridge. Quería ser escritora; pero los escritores, por lo que sabía, ganaban aún menos que los profesores, así que decidí ir a la universidad. Si hubiera tenido verdaderas ambiciones académicas, podría haberme violentado cuando uno de mis profesores me preguntó si en realidad quería ir a la universidad... ¿no preferiría casarme? Yo conocía a un par de hombres que habrían considerado el matrimonio como una alternativa razonable a una profesión. (...)
-Cuando cumpla 30 años -me dijo una vez-, tendré que escoger entre matrimonio y trabajo.
-¿Qué quieres decir? -le pregunté.
-Bueno, el trabajo va a ser la condición sine qua non para casarme -me contestó.
De mí, sin embargo, se esperaba que tuviera lo uno o lo otro, y éste es uno de los aspectos en los que espero que las cosas hayan cambiado. En aquellos tiempos, a ninguna universidad se le habría ocurrido organizar un ciclo de conferencias titulado Mujeres sobre mujeres. Si se hubiera organizado algo sobre el tema, probablemente se habría invitado a un distinguido psicólogo varón para hablar del innato masoquismo femenino. La educación universitaria para las mujeres, cuando existía, se justificaba por el hecho de que las convertiría en esposas más inteligentes y madres mejor informadas. Los expertos en mujeres solían ser hombres. Se les atribuía esa sabiduría, como todas las demás, en virtud del género. Hoy día la situación es la contraria y se supone que son las mujeres las que tienen esa sabiduría simplemente de manera innata. Esa es la única razón que se me ocurre por la que me hayan invitado a hablarles, dado que no soy una experta en mujeres, ni desde luego en ninguna otra cosa.
Me libré del magisterio académico y evité el periodismo, que era la otra profesión en la que había pensado, hasta que me dijeron que las mujeres periodistas solían acabar escribiendo las ne-crológicas o anunciando bodas en las páginas femeninas (...).
Empezaré con una sencilla pregunta, una pregunta a la que se enfrenta todo novelista, hombre o mujer, en algún momento de su trabajo y a la que por cierto se enfrentan todos los críticos.
¿Para qué sirven las novelas? ¿Qué función se supone que cumplen? ¿Qué beneficio, si es que lo hay, proporcionan al lector? ¿Se supone que son para disfrutar o para instruir, o ambas cosas? Y si es así, ¿hay siempre un conflicto entre lo que nos parece placentero y lo que nos parece instructivo? ¿Una novela debe explorar todas las posibilidades potenciales, debe ser una afirmación de la verdad o debe ser sólo una buena historia? ¿Debe tratar de cómo tiene alguien que vivir su vida, cómo puede alguien vivir su vida (normalmente más limitada) o cómo han de vivir sus vidas las personas? ¿Debe decirnos algo sobre nuestra sociedad? ¿Puede evitar hacerlo? Más específicamente, supongamos que estoy escribiendo una novela cuya protagonista es una mujer; ¿hasta qué punto debo tener en cuenta las preguntas anteriores? ¿Hasta qué punto estaré obligada a ceder ante las ideas preconcebidas de los críticos? ¿Quiero que ese personaje sea atractivo, respetable o verosímil?
¿Es posible que sea las tres cosas a la vez? ¿Cuáles, de entre todos los posibles, serán los rasgos que la harán atractiva, respetable o verosímil? ¿Debe ser un "modelo de buen comportamiento"?
No me gusta la expresión "modelo de comportamiento", en parte por el contexto en el que la oí por primera vez. Fue, por supuesto en la universidad, una universidad pensada fundamentalmente para varones con una facultad femenina adjunta. La facultad femenina estaba buscando una decana.
Mi amigo, que era sociólogo, explicó que esa persona tendría que ser un buen modelo de comportamiento. "¿Qué es eso?", pregunté. Bueno, la futura decana no solamente tenía que tener credenciales académicas de alto nivel y habilidad para tratar a los alumnos; tenía que estar casada, ser madre, tener buen aspecto, vestir bien, participar en las actividades de la comunidad y demás.
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