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Columna
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Colores contra la censura

Por las razones que no vienen al caso y que probablemente no está a nuestro alcance dilucidarlas las grandes ciudades españolas -y no sólo- se están equipando de nuevas y más severas ordenanzas contra los comportamientos incívicos. La contaminación acústica -esa epidemia que tantos ayuntamientos se toman a cachondeo-, el desmadre de la litrona, el caos circulatorio y hasta esa añeja predisposición de los ciudadanos a tomar la calle por vertedero son algunos de los vicios que se pretende enmendar por vía coercitiva cuando muy a menudo ni siquiera se ha intentado desplegar la mínima pedagogía. No es que nos entusiasme la política de mano dura, pero menos sostenible nos parece la laxitud expresiva de la impotencia o el vacío de autoridad.

Las autoridades municipales de Valencia también están en ello y ya se les ha visto el pelo anunciando que demoran un año más la nueva normativa sobre el ruido, como si las víctimas de esta maldición pudieran esperar. Por lo menos, se han dado por aludidas demostrando que son sensibles al problema. Otra cosa es que sean eficaces. También la han emprendido contra los grafiti. Ahí están sus brigadas de trabajadores dando una y otra vez manos de pintura sobre los mamarrachos que injurian cualquier superficie que se les pone a tiro, ya sean sillares seculares, fachadas recién rehabilitadas o portalones de madera tallada como ya no se fabrican ni apenas quedan. La barbarie, de consuno con la impunidad, no se anda con distingos.

Lo alarmante es que los munícipes -decimos del concejal o funcionarios responsables de esta parcela- actúen con la misma estupidez, como acaba de ocurrir estos días en el barrio del Carmen de Valencia, donde, bajo el pretexto de la limpieza, se han destruido unos murales pintados con maña y fantasía sobre paredes que se ennoblecían con ellos. No tendrían calidad para exhibirse en el IVAM -aunque vete a saber-, pero no desmerecían el entorno, sino todo lo contrario, y ningún vecino se sentía molesto por esa explosión de cromatismo y denuncia sin ira de algunos de los problemas que les afligen. Hemos de suponer que ha sido tal crítica y no el gusto por la pulcritud la causa de una censura tan súbita como autoritaria e infundada.

No está en nuestro ánimo alentar el gusto por el arte o lo que sean las pintadas, ni siquiera como las glosadas, y menos aun cuando se practica en espacios urbanísticamente degradados. Por lo general, sólo contribuyen a su envilecimiento. Menos cuando, por su excepcionalidad -y calidad- habrían de respetarse, puesto que no conculcan la libre expresión ni injurian el paisaje. Pero, claro, eso no lo va a saber el concejal competente, ni sus asesores, tan a menudo ajenos al pulso de la calle, y no digamos de las calles y plazas de los parajes urbanos marginados, como el citado, que no es, por desgracia, el único del cap i casal, aunque sí de los más desamparados y machacados por los aerosoles.

El corolario de este trance -como aleccionaba uno de los grafiteros damnificados- bien podría ser que, contra la censura, terquedad y desacato. Contra la grisura del brochazo censor, una fiesta de color, crítica y libertad, aunque sea fugaz. Resulta evidente que las autoridades se enteran, los vecinos se complacen y los artistas -émulos de aquellos primigenios hippies- se sienten útiles y hasta realizados. Confiemos, sin embargo, en que, al anotar el mérito de unos pocos, no provoquemos el efecto llamada y embadurnen hasta los tejados.

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