La murga
Es muy difícil sustraerse a la moda del adjetivo. El adjetivo está en alza en el periodismo. Tanto es así que, aunque en secreto albergas la sospecha de que caminas por un terreno facilón, si te entregas a la tarea de adjetivar violentamente no te atreves a renunciar a la adjetivación por miedo a perder clientela, por miedo a ser tachado de poco vehemente. El adjetivo ha ido subiendo de tono según hemos ido avanzando en esta democracia. Hasta el ciudadano menos atento puede advertir, cambiando el dial o leyendo prensa en papel o en Internet, de qué manera hemos ido madurando en nuestra creciente capacidad dialéctica. En este sereno país de debates mesurados, en esta balsa de aceite, ya no hay columna que se precie en la que no encontremos palabras como nazi, golpista, franquista, genocida, facha, torturador, fascista, guerracivilista, carca, rojo, reaccionario, progre, pijoprogre, racista, censor, españolista, españolazo, descerebrado, jacobino, centralista, hijo puta, lacayo, colonialista, bobo, traidor y un largo etcétera que dejo en sus manos. Observando el fenómeno de forma optimista, podríamos decir que vivimos en una permanente adolescencia; de adolescentes ha sido siempre el amor por los adjetivos y el desprecio por contar lo que se ve sin dar la murga con lo que uno piensa. Hoy lo que importa es la opinión, una opinión rica en adjetivos a la que aferrarse. En cuanto a los hechos, qué importan los hechos, uno los adapta a la opinión que ya tenía previamente formulada y aquí paz y después gloria. Sé de un profesor de redacción periodística tan extravagantemente sensato que escurre los periódicos ante sus alumnos como si fueran estropajos y sacude los aparatos de radio para que se vacíen de adjetivos. Es lo que hace el artista cuando madura, decir lo que quiere de la forma más simple. Pero aquí vivimos en la eterna juventud. En estos tiempos en que la moderación es tan poco frecuente que está a punto de convertirse en radical, puede que ese profesor convenza a unos pocos alumnos y puede que de esa clase salgan unos pocos periodistas que sientan el amor por el oficio, algo tan simple como eso, el oficio de escuchar, mirar y contener las palabras, guardarse los adjetivos en la manga para cuando sean de verdad necesarios, sobre todo esos adjetivos tan tremendos que han perdido el sentido ya de tan manoseados como los tenemos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.