Paseo por la cumbre
En la tarde del domingo empezaba Daniel Barenboim una aventura de esas que sólo pueden permitirse unos cuantos y sólo en muy contadas ocasiones: abordar El clave bien temperado -su Segundo cuaderno-, de Johann Sebastian Bach. Casi tres horas y media después se cerraba un estremecedor recorrido por ese Himalaya de la música, por esa cima del arte pianístico que seguramente no olvidaremos quienes tuvimos la suerte de emprenderlo junto a su artífice. El recital, en teoría, completaba el de la temporada pasada en el que Barenboim nos ofreció el Primer cuaderno, pero la verdad es que no había nada que recordar, dada la evidencia con la que se imponía la realidad del momento único. La verdad de la música surgía de una libertad llena de veneración por la partitura, de un anhelo expresivo que se diría irrefrenable, para el que no había más límite que el control de esa misma libertad por parte del intérprete para que ésta no chocara con los mínimos requeridos por el estilo, por una filología que aquí es mapa de orientación general no vía férrea de obligado tránsito.
La concepción de Barenboim es, desde luego, amplísima pero, por eso mismo, extraordinariamente generosa con el oyente. Nada se constriñe, nada deja sin lucir toda su virtualidad, lo evidente y lo que parecía oculto. Es el suyo un Bach que nace del alma, como en otros surge de una matemática deslumbrante, también hermosa, pero que parecía haber cerrado la puerta a otras opciones tan transidas de arte como las de Fischer -el origen de ésta de Barenboim-, Richter, Gulda, Gould o Horszowski. Barenboim reivindica, si hiciera falta, el gran piano moderno como una suma de posibilidades, ni enriquecedoras ni no, simplemente distintas, sin que nada se quede por el camino. En ese Bach aparecen Scarlatti y Beethoven, claro que sí, porque su espíritu y su forma se expanden desde toda una cultura pianística que se despliega en cada nota sin complejos y sin límites.
Ciento sesenta y ocho minutos de música pasan, de esta forma, como un suspiro vivificador, como un aliento que acaba por ser épico precisamente porque no deja de ser lírico, porque la fórmula aparentemente cerrada permite la irradiación anímica y Barenboim lo sabe perfectamente. La importancia del esfuerzo se alcanza justamente porque jamás decae su intención comunicadora, sus ganas de decir, su afán por cantar. Todo ello desde otra premisa fundamental: la variedad. Cada preludio y fuga de las 24 parejas que forman la obra plantea un problema diferente y expresa un aspecto distinto de un mundo profundamente unitario, que se cierra en sí mismo en su apariencia pero que se desarrolla igualmente en una sucesión de diferencias para manifestarse al fin, entero y verdadero, en eso que llamamos emoción.
Este crítico ha dicho alguna vez que casi nunca ha acabado de arrebatarle el Barenboim director de orquesta, que es muy bueno pero que palidece ante demostraciones como ésta del domingo. Para quien firma esta crónica, su recital bachiano fue el reencuentro con el artista único que siempre tuvo en el piano su arma más certera.
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