El relevo del cigarrillo
Uno de los efectos curiosos que ha producido la ley que prohíbe fumar en los centros de trabajo es el del relevo del cigarrillo. Los portales de nuestras calles se han llenado de personas que fuman. Las personas son distintas en un sitio o en otro, a una hora o a otra. Pero la situación es la misma. Una persona que no hace nada, ni espera nada, ni mira nada, fuma.
Como las personas son diferentes pero el escenario es el mismo, hemos de pensar que es el cigarrillo lo que permanece invariable. Un cigarrillo que no se consume y que requiere periódicas caladas para mantenerse en combustión. Los portaleros, o porteros fumantes, por alguna razón que desconocemos y que nos desconcierta, se han propuesto no sólo seguir fumando, sino fumar con un fin, estúpido en apariencia, que los organiza e identifica. El cigarrillo, que anida en esos portales ahora inundados de vida, se pasa de unas manos a otras, y corre de esta manera entre los dedos hinchados del obrero, el esmalte de las uñas de la secretaria o la cínica sonrisa del empresario.
Ahí abajo, todo se uniformiza, porque todo mira hacia arriba, hacia el lugar de donde han caído, de donde han sido expulsados.
Y ahí se les ve, soportando todo tipo de inclemencias y aguantando con dignidad las miradas de quien mira tan sólo de reojo. Se relevan, con silencio de cómplice, el cigarrillo y cumplen, con puntualidad bélica, los turnos de sus guardias. Y echan humo. Saben que su tiempo ha pasado y que las cosas ya nunca volverán a ser como antes. Tan sólo les queda su testimonio: ese cigarrillo de los portales que aparece como vestigio de su antiguo reinado y como prueba de una ley que los humilla.
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