El cenicero nacional
He vuelto a fumar muy a pesar mío. Estaba desayunando tan a gusto en una cafetería sin humos cuando, inesperadamente, la vigilante de los aparcamientos sacó un cigarro de la misma cartera de la que suele sacar el talonario de denuncias y le prendió fuego al canuto. ¡Dios!, exclamé para mis adentros, esto no lo va a cambiar ninguna ley. Miré con disimulo hacia las puertas de cristal de la cafetería en busca del aviso de prohibición y no encontré ningún aviso ni a favor ni en contra. A ojo de buen cubero calculé que el local tenía menos de cien metros cuadrados. Y a pulmón lleno este cálculo lo ratifiqué en seguida: el humo se extendía como un reguero de pólvora hacia la barra llena de tazas de café, ensaimadas y tostadas con aceite. Pero nadie dijo esta boca es mía, quizá para no indisponerse con la vigilante del aparcamiento, que al fin y al cabo es una autoridad en la materia. No hay peor cosa que encontrarse de buena mañana con una denuncia en el parabrisas. Así que a tragar.
Un suizo estaba feliz de participar en este acto de insumisión al tabaco. Suiza, confesó, ya no es un país habitable, de tan habitable que lo han hecho
Pagué y me fui a otro bar próximo a probar suerte. Lo mismo. Pero esta vez no era la vigilante del aparcamiento quien echaba humo, sino un empleado del Ayuntamiento que, además, me saludó satisfecho. Seguramente el pobre llevaba horas de obligada abstinencia en su negociado, y esperaba ansioso el descanso del almuerzo, que aquí es un hábito sagrado, para inyectar a sus bronquios la dosis de alquitrán y nicotina acostumbradas. Le deseé buen provecho y él tosió varias veces seguidas con tos de fumador, lo cual equivalía a darme las gracias. En este segundo bar ya habían colocado un cartel aunque no exactamente de tabaco sino de unos cursos de yoga para dejar de fumar. Otros empleados municipales entraban eufóricos a fumar y a despotricar de la ley antitabaco, mientras una máquina expendedora de cigarrillos soltaba paquetes a golpe de timbrazo.
De allí salí con dolor de cabeza por no ser fumador activo. Me refugié un momento en la farmacia, que está al lado, y el farmacéutico me miró con cara de parche, que es la cara que se les ha puesto a los farmacéuticos últimamente. ¿Todo bien?, le pregunté. Ni bien ni mal, respondió él para que yo fuera al grano. Pero no fui al grano, Dios me libre. Ahora los nervios están a flor de piel. Unos defienden la ley y atacan al Gobierno. Y otros defienden al teniente general Mena y también atacan al Gobierno. Este país está dividido como en sus peores tiempos, y donde no hay ruido de sables hay ruido de mecheros.
La noche de Reyes asistí en Barcelona a la cena del Nadal. Eso era el día seis, cuando la ley del tabaco ya llevaba cinco en vigor. Suponía que en un gran hotel de la ciudad Condal, con la progresía catalana reunida en salones dorados y las televisiones rodando para dar la noticia del premio de novela, nadie fumaría. Pero me equivoqué. A todos les salía humo hasta por las orejas. Junto al vestíbulo se leía el aviso expreso de autorización. Aquí se fuma, decía. Aquello más que una autorización parecía una orden.
Al escritor Luis Romero, cargado de años y lecturas (premio Nadal 1951), lo reconocí con dificultad debido a la espesa nube de humo, y cuando lo saludé para interesarme por su salud, el buen señor puso ojos de pez que se asfixia. Luego, durante la cena y las votaciones que la amenizaron, oímos una sirena de ambulancia y entonces temí que se llevaran al autor de La noria directamente a reanimación. Entre tanto, Joan Porta, que además de hacer negocios con el fútbol es propietario de este lujoso hotel, iba sorteando las mesas con manteles y toallas en los brazos, como si se tratara de un camarero polaco contratado por horas. Alguien me explicó que cuando hay fiestas de este estilo en su territorio el señor Porta se pone a bailar sardanas en presencia de los altos cargos políticos y culturales, y la verdad es que aquí los tenía a todos reunidos sin tabiques ni medianeras discriminatorias según los metros cuadrados.
Confieso que lo pasé muy bien recordando el año 1995, cuando me dieron una noche como ésta el mismo premio literario en este mismo lugar, aunque sin leyes antitabaco, sin un Rajoy cabreado, sin el Estatut a la vista y sin este nerviosismo civil y militar del momento presente. Cesar Antonio Molina me dijo que le va muy bien con Cervantes (y con todo el mundo) y que se pasa media vida en los aviones inaugurando institutos como si fueran sucursales de Zara. Ahora abren en China y en Brasil. Pero entonces llegaron los de Caiga quien caiga y uno de ellos agitaba una cuartilla en blanco delante del cámara, abriéndose paso entre los fumadores y bebedores de la larga noche. ¿Es usted escritor?, me preguntó el joven reportero. Suelo ser rápido en mis respuestas (otra cosa es ser acertado) y le contesté que "casi escritor", pero eso no era lo que él esperaba. Lo que esperaba era que yo pusiera cara de pánico. "¿Siendo escritor no le aterroriza un folio en blanco?" Repitió la toma y entonces me desmayé.
Terminada la cena y aplaudido el premiado, que estaba muy serio porque venía de Brooklyn, algunos invitados descendimos a las mazmorras del antiguo Ritz convertidas en fastuoso fumadero. Allí el bigote de Lucía Etxebarría pasaba por ser un tatuaje más. Y Fernando Delgado se balanceaba en la barra como un incensario de iglesia. Un escultor suizo estaba feliz de participar en este acto patriótico de insumisión al tabaco. Suiza, me confesó, ya no es un país habitable de tan habitable que lo han hecho. Al fumador lo meten en la cárcel. Yo me tapaba la boca con una servilleta de papel sin dejar de ponerme cada diez minutos colirios refrescantes en mis maltrechos ojos, que a esa hora parecían albóndigas en tomate.
Por la mañana desperté con una sensación de mareo a pesar de que sólo había bebido dos copas de cava. O quizá por ello. Mi ropa apestaba a cenicero. Recordé cómo había dejado de ser fumador muchos años atrás, cuando vivía en Inglaterra y todavía fumábamos en los cines. Pero la gente quería dejar el vicio y para ello se abrieron clínicas donde las cajetillas de tabaco estaban conectadas a la electricidad, de tal forma que si cogías un pitillo te soltaban una descarga y se te iban las ganas. Dos días seguidos de controladas electrocuciones intermitentes me curaron para siempre. Me sentía ridículo entre los ridículos fumadores a los que se obligaba a salir en procesión portando repulsivos escapularios con pulmones disecados a modo de reliquia. ¡Milagro, me he curado!, exclamé.
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