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Columna
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Tendríamos que haberles oído

Soledad Gallego-Díaz

La práctica del hearing, es decir, la audiencia que se desarrolla en el Congreso o en el Senado para obtener información sobre propuestas de legislación o para evaluar las opiniones y conocimientos de personas que van a ocupar cargos relevantes, sería, francamente, de una gran utilidad en España. Audiencia viene de oír, y de eso precisamente se trata. De oír las opiniones y de permitir que se valore en público la capacidad de quienes van a ser relevantes personalidades del sistema. En Estados Unidos, donde esa práctica es habitual, los hearings han evitado no pocos sofocos a los ciudadanos.

Está claro que si en España Francisco J. Hernando hubiera pasado por una audiencia antes de ser nombrado presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, muchos hubieran notado que se trata, quizás, de un jurista muy experimentado, pero que tiene una extraña capacidad para perder el hilo de una idea y para acabar atrapado en una madeja muy enrevesada. "Es que hay que conocerle", afirmaba tranquilamente su portavoz, para explicar su última excentricidad respecto al aprendizaje del catalán y de las sevillanas. Exactamente, habría que haberle conocido y saber que padece una característica nada apropiada para quien representa a la más alta instancia judicial.

¿No hubiera sido magnífico escuchar la curiosa forma en la que el general José Mena mezcla citas de Manuel Azaña con conceptos claramente golpistas, antes de nombrarle jefe de la Fuerza Terrestre? Quizás una buena audiencia habría permitido evaluar mejor el alcance de su conocido conservadurismo.

Y si no es posible organizar audiencias parlamentarias, ¿sería mucho pedir que los responsables de nombramientos de este calado se comprometan, al menos, a interrogar durante varias horas al candidato, con el objeto de evaluar mejor sus opiniones y características? No se trata de pedir el milagro de que los responsables políticos elijan a determinados cargos institucionales sin exigirles obediencia partidista, lo que constituye una de las mayores vergüenzas y fracasos del sistema democrático español. Se trata simplemente de que, al menos, se molesten en buscar, entre los afines, a los más capacitados. El problema no es lo que Francisco J. Hernando piense sobre el catalán o lo que interprete el general Mena sobre la Constitución; el problema es que pensando lo que piensan y diciendo lo que dicen fueron elegidos para esos cargos.

Ahora resulta evidente que el presidente del Supremo, al que se le supone la capacidad de hablar con precisión, puede terminar diciendo en público cualquier simpleza. Y que el militar al que se atribuye la capacidad de analizar amenazas exteriores y de elaborar respuestas proporcionadas no ha sido competente a la hora de interpretar un simple y pacífico debate político. Un debate que puede estar poniendo en peligro algunas cosas pero, desde luego, no, precisamente, la única que en teoría le podría importar: la unidad de España.

Hasta un teniente debería ser capaz de analizar el contenido del nuevo Estatut y de saber que nadie está planteando la separación de Cataluña. Cierto que el ministro José Bono ha hecho demasiadas proclamaciones en defensa de la unidad de la patria que no venían a cuento y que tanta insistencia puede haber despistado a un cadete. Pero se supone que un general debe tener suficiente información y criterio como para darse cuenta de que los militares españoles son quizás los únicos ciudadanos que no tienen por qué estar preocupados. Lo más interesante, y polémico, del nuevo Estatut no afecta a la unidad de España, sino a la singularidad de Cataluña, algo que a los militares en cuanto tales ni les va ni les viene.

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Nos interesa, eso sí, a los ciudadanos, porque la singularidad que reclaman los partidos catalanes suele llevar aparejada la idea de asimetría, y esa necesidad de que se reconozca la diferencia es la que suele despertar el recelo en las otras partes de España. Sobre todo, porque coincide en que son los territorios más ricos y más desarrollados los que reclaman la distinción. Olvídense los militares y estén atentos los ciudadanos: lo más interesante del nuevo Estatuto de autonomía de Cataluña no será comprobar cómo afecta a la unidad de España (en nada), sino hasta qué punto se recogen sus aspiraciones de singularidad.

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