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Civismo y cinismo

Ciertos estamentos opinadores de esta ciudad y de este país -Barcelona, Cataluña- llevan lustros postulándose esforzadamente para la medalla de oro del progre-papanatismo planetario, sobre todo en materia de política internacional. Un antiamericanismo casi sin parangón en Europa, un amor ciego por el Tercer Mundo -ciego porque lo ignora todo sobre las realidades de África, Asia y América Latina-, un sectarismo desacomplejado puesto que, en la mayoría de los casos, circula sin hallar réplica alguna, han dado lugar a ese microclima mediático e intelectual en el que, verbigracia, cuando allá por 1990 el bueno de Sadam Husein decidió zamparse Kuwait, conspicuos articulistas locales lo consideraron una anexión legítima, justa y de izquierdas. Es el mismo ambiente en virtud del cual, cuando los talibanes en el poder comenzaron a mostrar sus dulces maneras sobre las mujeres afganas o sobre los Budas de Bamiyán, más de uno aseguró aquí sin pestañear que dichos talibanes eran una creación de la CIA... a la que, como es bien sabido, suelen crecerle los enanos. Algo semejante se dijo acerca de Bin Laden tras el 11-S de 2001, y con eso quedó acuñada una clave de seudoanálisis progresista sobre el nuevo e inquietante fenómeno del yihadismo global: incluso si coyunturalmente aparecen como víctimas, los culpables siempre son los norteamericanos, o los occidentales en general.

Los abanderados de esta visión sesgada y caricaturesca de la escena mundial son los que tienen a Ignacio Ramonet como un oráculo; los que se embelesan ante la existencia de un refresco llamado Meca Cola, alternativa islámica y solidaria a la Coca-Cola yanqui e imperialista; los que invocan la multiculturalidad como si fuese un mantra; los que jamás pensarán ni dirán de Sadam Husein lo que han pensado y dicho de Pinochet..., aunque el primero sea responsable de mil veces más muertos que el segundo. Todavía la semana pasada, en estas mismas páginas, el señor Xavier Rius-Sant -periodista- trataba de disculpar el perfil fascista del presidente iraní Ahmadineyad con el memorable argumento de que "llegó al poder gracias al ahogo de George Bush a la política del reformista Jatamí". Lástima que, durante casi todo el primer mandato de Mohamed Jatamí (mayo de 1997 a junio de 2001), el inquilino de la Casa Blanca fuese Clinton, no Bush; lástima también que la causa del naufragio reformista en Irán no hayan sido los gestos hostiles de Washington, sino la feroz oposición del establishment conservador islámico a cualquier cambio. En resumen, la divisa de algunos analistas vendría a ser: ¡que la realidad no nos estropee un buen tópico!

Así las cosas, tal parece que esa misma filosofía se ha contagiado al debate político local en torno a la nueva ordenanza municipal de civismo de Barcelona. Una filosofía que contempla las conductas asociales o antisociales en el espacio público desde la mezcla entre el buenismo de Rousseau y el optimismo del doctor Pangloss. "El carrer és de tothom", repetían el otro día los manifestantes contra la ordenanza. ¡Claro! Justamente por eso, porque es de todos, se requiere delimitar y regular su uso; de otro modo, se transformaría en una selva en la que los ciudadanos más débiles, más educados o más tímidos se verían inexorablemente atropellados. "Patinar no és cap crim", gritaban algunos jóvenes enarbolando sus artefactos rodantes. No, no lo es. Pero cuando los patinadores rompen durante horas la calma y el mobiliario urbano en el centro de la plaza de la Universitat, cuando practican sus piruetas en el paseo central de la Rambla de Catalunya amenazando la integridad física de los viandantes, su afición pone en peligro un bien mayor, y es necesario acotarla. "Jo també sóc puta", rezaban las camisetas exhibidas durante la audiencia pública municipal sobre la ordenanza. Bien, ustedes sabrán, pero la cuestión es otra: ¿tienen o no derecho los vecinos de la ronda de Sant Antoni y otras zonas urbanas a preservar su convivencia de barrio frente a la presencia invasiva del comercio sexual?

De todos modos, las protestas contra la ordenanza por parte de prostitutas, skaters o ciclistas me parecen mucho más respetables y dignas de atención que ciertas sandeces antisistema revestidas de ínfulas intelectuales y hasta dotadas de cobertura institucional. Fuentes municipales han explicado que el Observatorio del Sistema Penal y de los Derechos Humanos de la Universidad de Barcelona se opuso con especial énfasis a dos puntos de la nueva norma barcelonesa: el que prohíbe los juegos de apuestas -es decir, el negocio de los trileros- en la vía pública y el que, recordando la escolarización obligatoria entre los 6 y los 17 años, encarga a la Guardia Urbana interpelar a los menores que encuentre rondando durante el horario escolar.

En defensa de la actividad de los trileros -un timo con apariencia de juego de azar-, el citado observatorio universitario la enmarca en el "ámbito de la voluntad y capacidad de elección de los ciudadanos" (o sea, el que se deja timar es porque quiere) y la ensalza como "una forma de conseguir ingresos económicos al margen del Estado" y "una forma de vida que desde hace mucho tiempo forma parte de la vitalidad de La Rambla...". Puesto que también los carteristas, los ladrones de móviles, etcétera, tratan de vivir al margen del Estado y dan mucha animación a La Rambla, ¿qué tal si el Ayuntamiento dotase unas becas de perfeccionamiento en tales actividades, y confiara al observatorio la labor de jurado? Y, claro, si de lo que se trata es de preservar las formas de vida al margen del sistema, ¿cómo vamos a obligar a niños y jóvenes a asistir a la escuela, esa cárcel donde se domestica a los espíritus rebeldes? ¡Barcelona, capital mundial del buen salvaje!

Lo dicho: yo creo que, si hay justicia en este mundo, tenemos el Nobel de papanatismo progre al alcance de la mano.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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