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Columna
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Olentzero en Mungia

Ya no se salva ni Olentzero. También al viejo carbonero de las montañas parece haberle llegado la hora de convertirse en mero objeto de consumo. La idea se le ha ocurrido a algún avispado del Ayuntamiento de Mungia y consiste, ni más ni menos, que en levantar allí la Casa de Olentzero, un lugar en el que éste pueda vivir cómodamente durante todo el año y ser visitado por miles de chavales. Es decir, un mercadillo, un parque temático, dedicado a explotar la figura de un personaje que, en las últimas tres décadas, ha visto cómo su imagen se iba transformando poco a poco para ser acomodada, tanto a las necesidades de la sociedad de consumo, como a los requerimientos de nuestro nuevo imaginario colectivo.

Se diga o no, el proyecto no es más que una mala copia del parque temático ya existente en Finlandia en torno a la figura de Papá Noel, al cual acuden miles de chavales para que sus padres se dejen unos cuantos euros. El problema es que, en nuestro caso, la idea de una gran casa de Olentzero en Mungia, con museo del juguete incluido, pone patas arriba, aún más si cabe, la leyenda que nos ha llegado de nuestros mayores. Para empezar, es de sobra conocido que Olentzero es un personaje que, según la tradición, vive en el monte, pues es allí donde están los bosques cuya leña alimenta las carboneras que trabaja. ¿Cómo ubicar ahora a Olentzero en Mungia, en una amplia vega salpicada de industrias y lejos de las montañas en las que se supone vivía hasta ahora? ¿De dónde sacará la leña para hacer el carbón? ¿O es que dejará de ser carbonero para convertirse en simple dependiente de El Corte Inglés?

Por otra parte, hasta que los ingenieros de la construcción nacional decidieron convertirlo de la noche a la mañana en nuestro particular Papá Noel, Olentzero bajaba del monte coincidiendo más o menos con el solsticio de invierno -de chaval, en Guipúzcoa, yo lo recuerdo hacia el 31 de diciembre- y normalmente era quemado en un acto simbólico que representaba el año que moría, todo ello tras un paseo festivo en el que los jóvenes recaudaban dinero con una sábana, al objeto de celebrar una buena merienda. A veces incluso, aprovechando su llegada, a los niños se les mencionaba Olentzero como si fuera el hombre del saco. Ahora ya no se le quema, lo que sería incompatible con su nuevo papel social, y hasta es posible que, en su nueva casa de Mungía, le quiten la pipa y le hagan una liposucción para estar más acorde con los tiempos.

Pero los problemas no acaban ahí, ya que Olentzero representa una tradición originaria de la regata del Bidasoa, de pueblos como Oihartzun, Lesaka, y otros de esta zona situada a caballo entre Guipúzcoa y Navarra. La propia canción de Olentzero, que nuestros niños han aprendido y cantan por estas fechas, es la que se cantaba en Lesaka. Y es que, hasta hace bien poco, apenes tres décadas, nuestro entrañable carbonero no sabía de la existencia del país de los vascos. Sólo conocía pequeños territorios rurales aunque se dejaba ver fugazmente por Pamplona o Donosti. Hasta que todo empezó a cambiar, Olentzero ni siquiera había oído hablar de Vizcaya. ¿Aceptará ahora sin rechistar el nuevo carnet que le convierte en oriundo y vecino de Mungia?

Para rematar el asunto, y puestos a reinventar la tradición, parece que los inventores del negocio ya le han buscado compañía a Olentzero para su nueva morada. Se trata de los Iratxos, pequeños seres del bosque que vendrían a ser el equivalente vasco de los gnomos de la mitología celta. Estos Iratxos actuarían como ayudantes de Olentzero en la dura tarea de repartir regalos por todo el país y, al parecer, ya han hecho su debut en el desfile celebrado el día 24 en Mungía y retransmitido, casualmente, por ETB desde la localidad vizcaína. Todo un hallazgo. En fin, lo dicho, que si nadie lo remedia a partir de ahora a los niños no se les dirá que Olentzero viene del monte sino de Mungia. Y es que, entre el mercado y la identidad nacional, ya no sabemos quiénes somos ni de dónde venimos. Feliz 2006.

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