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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una campana lejana

Hay historias que, cuando las escuchas por primera vez, sientes que parecen escapadas directamente del espíritu de la Navidad; o, mejor dicho, del espíritu que se supone que debería reinar durante las fiestas navideñas. Para entendernos, son historias que conectan a la perfección con una película del estilo Qué bello es vivir, que algún que otro canal siempre tiene a bien reponer cuando acaba el año y el frío arrecia. La que contaré a continuación, sin embargo, no es una historia salida de la imaginación de un guionista, sino algo que sucedió en realidad, una historia de soledad, de ilusión y de solidaridad en la que están implicados dos amigos, Albert y Teresa. A ambos les gusta viajar, y lo hacen siempre que pueden, pero huyen de los viajes demasiado organizados porque saben muy bien que lo mejor siempre llega cuando dejas vía libre a la improvisación. No hace mucho, en agosto de 2004, en pleno invierno austral, decidieron viajar al norte de Argentina, a la fría y montañosa provincia de Jujuy. Alquilaron un pick up y se lanzaron por esos caminos de montaña que a menudo dejan de ser caminos para convertirse en lo que allí llaman "huellas", es decir, tan sólo un par de roderas marcadas sobre el terreno, apenas un indicio. Se perdieron, pues, siempre en dirección norte, en medio de un intenso frío y de unos paisajes excesivos, con montañas por encima de los 5.000 metros y por valles sin apenas atributos en los que surge de repente un pueblo silencioso y ensimismado.

Dos viajeros catalanes descubrieron que un remoto pueblo andino no tenía campana en su iglesia y no cejaron hasta obtenerla

"A los dos nos gusta perdernos", comenta Albert en un café de Barcelona, "porque sabemos que nunca te pierdes demasiado. Era invierno y las temperaturas eran a menudo de varios grados bajo cero, pero allí el clima es tan seco que apenas nieva. Después de unas cuantas horas de camino, llegamos al pequeño pueblo de San Juan y Oros, situado junto a un río seco, en el fondo de un valle. Era un lugar muy remoto, de esos en los que puedes estar varios días sin ver pasar a nadie; sin árboles y sin apenas hierba. Había tan sólo siete u ocho casas de adobe junto a una iglesia encalada. Cuando llegamos, la gente salió a saludarnos e incluso los niños de la escuela vinieron a ver a los extranjeros. Nos contaron cómo eran sus vidas allí y escuchamos historias que hablaban de frío, de viento y de soledad. En un momento dado, vimos que no había campana en la iglesia. 'Hace tiempo que nos gustaría tenerla, pero no hay campana', nos dijeron, 'porque siempre hay otras prioridades".

El viaje de Albert y Teresa prosiguió, siempre por los caminos de la improvisación, en dirección a la frontera con Bolivia. "En un momento dado", prosigue su relato Albert, "Teresa dijo: '¿Y por qué no les compramos nosotros una campana?'. La idea surgió así, de repente, pero fue tomando cuerpo en los días siguientes. Escribimos a aquella gente, que aceptaron encantados la propuesta. Luego vino lo más difícil: encontrar un lugar donde fabricaran campanas en Argentina y reunir el dinero necesario, unos 800 euros. Tras mucho buscar, dimos con una fundición en la provincia de Santa Fe y, gracias a una cuarentena de amigos, reunimos el dinero necesario. Todo fue lento, pero hace aproximadamente un año la campana llegó a San Juan y Oros".

La historia tuvo, pues, un final feliz, refrendado por una carta que les trajo en mano, hace tan sólo unos meses, un sacerdote español que vive en el sur de Bolivia y que había pasado por aquel pequeño pueblo. La carta, escrita con esmerada caligrafía de maestro de escuela, va dirigida "a nuestros amigos de España", y dice así: "Reciban ustedes el cordial y afectuoso saludo desde Argentina, Jujuy y San Juan y Oros, ubicado en plena cordillera de los Andes. Nuestro propósito es comunicarles que la campana donada por ustedes está felizmente colocada en la capilla del pueblo, que por primera vez cuenta con una. ¡Es hermosa! Y suena en medio de la soledad y el viento, haciendo más importante este paraje".

"Nos demoramos un poco en colocarla porque aquí el invierno, con sus temperaturas de 25 grados bajo cero, no deja fraguar el cemento. Además de esto, tuvimos que construir un nuevo campanario que resista el peso, puesto que los adobes del anterior estaban colocados en forma precaria. ¡Es un atractivo! Todos los vecinos de los pueblos cercanos vienen a curiosear la campana. Por todo esto que dieron sin esperar nada a cambio estamos muy conformes y agradecidos: los niños, docentes, padres, personal de servicios y comunidad en general".

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La carta acaba con una invitación a todos los donantes a "pasar unos días en nuestra provincia", con la promesa de que "nos ocuparemos del hospedaje y de la comida". Unos días después llegó otra carta con una foto de la pequeña capilla encalada que se levanta como un faro en medio del frío y de un paisaje agreste.

No resulta difícil, después de conocer esta historia, cerrar los ojos e imaginar por un momento el sonido esta campana, abriéndose paso, como dice la carta, "en medio de la soledad y el viento", en medio de un paisaje remoto en el que nunca se había oído un sonido tan puro, tan cristalino. Y tampoco resulta difícil imaginar la alegría y el orgullo de los contados habitantes de San Juan y Oros cuando oyen tañer esa campana que llegó al pueblo por los extraños caminos del azar, porque un día Albert y Teresa se perdieron por allí en su afán de conocer lugares lejanos.

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