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BARCELONA MUSEO SECRETO
Columna
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Gabinete de curiosidades

Tienen la mejor colección de muebles modernistas de la ciudad, y también una colección maniaca de despertadores; tienen el camerino entero de la Bella Dorita, con su espejo, su diván de raso descolorido, su butaquita y su taburete, etcétera, y además los camerinos de otras 50 vedettes de la edad dorada del Paralelo; tienen muebles de cien estilos, y colchas y cortinajes y alfombras, perchas y biombos japoneses, y no pueden faltar entre sus posesiones artículos insólitos que nunca se sabe si algún día harán falta, sea la cabeza de un toro, un ataúd, un busto de Franco o un caballito de madera. Es una abigarrada colección de dimensiones colosales que desborda de un edificio de la calle de Béjar, en el barrio de Sants, y de otros cuatro almacenes esparcidos por toda la ciudad. En sus dominios los hermanos Almirall, Juan, de 42 años, y Alfredo, de 35, acumulan objetos pequeños y grandes, como lo viene haciendo su familia desde hace 120 años. Y a ese lugar sin igual en la ciudad es donde se dirigen los directores de arte, estilistas de moda, escenógrafos, decoradores y otros profesionales del cine, la televisión, el teatro y la publicidad, a alquilar cuantos enseres necesiten para componer sus pisos y palacios de representación.

Me gustaría saber qué objetos no interesan a estos dos laboriosos hermanos, qué cosas son indignas de sumarse a sus numerosas colecciones que reúnen lo kitsch y lo bello, lo suntuoso y lo elemental, y que resumen la historia reciente de la ciudad. De mis fetiches domésticos, ¿desdeñarían muchos? Quizá no querrían nada. Quizá lo tienen todo. Desde luego, para acumular más y más cosas, y para recordar dónde están, y para no perderse en ellas, habrán de tener nociones de historia del arte y del mobiliario, y reglas de mnemotecnia, y criterios de jerarquía. Y llevar al día un inventario, tal como hacían los dueños de los gabinetes de curiosidades en los siglos XVI y XVII.

Entonces no se habían fundado todavía los museos, ni existían las enciclopedias dieciochescas que vendrían a levantar el repertorio del mundo, pero el descubrimiento de América y las exploraciones a otras tierras remotas traían a las capitales europeas un sinfín de artículos enigmáticos. Coleccionándolos y estudiándolos, se podía penetrar en los secretos de la creación. Así proliferaron los gabinetes de curiosidades: eran habitaciones o muebles ricamente decorados y concebidos especialmente para que los príncipes, los sabios y eruditos, y los aficionados a las rarezas, albergasen y mostrasen sus colecciones de especímenes del reino animal, vegetal y mineral, y obras de artífices fantasiosos.

El gabinete de curiosidades más asombroso de todos los tiempos fue el de Rodolfo II, emperador germánico, rey de Hungría y Bohemia, y hombre lunar. Se había aficionado al arte y al coleccionismo de niño, en la corte de su tío Felipe II, en Madrid, y cuando ascendió al trono se convirtió en el primer mecenas de artistas, científicos y alquimistas de Centroeuropa. La política y la sociedad de los hombres le tenían sin cuidado. Prefería dedicarse a sus colecciones de Naturalia, Artificialia y Scientifica, que, como él, tendían decididamente a la excentricidad. Era un ser nocturno, curioso, quizá también crédulo y desequilibrado. Le encantaban las alegorías de Arcimboldo, esos personajes florales o frutales tan irritantes (que por fin en el siglo XX alcanzaron su destino natural: decorar las paredes de las pizzerías). Amaba las joyas con taras sugestivas; las obras de arte en soportes exóticos; las piedras preciosas y semipreciosas, a las que se atribuían poderes curativos; las plantas exquisitas; las conchas marinas; los huevos de aves australes; los juguetes mecánicos; los instrumentos geométricos y astronómicos que inventaba Tycho Brahe, aquel genio de las matemáticas con una nariz de caucho (para los días laborables) y otra nariz de metal (para los días de fiesta) que parecía un artículo destacado de sus colecciones, y poseía un cuerno de unicornio y la mandíbula de una de las sirenas que aparecen en la Odisea, de Homero.

Murió apaciblemente, poco después de que su hermano Matías le forzase a abdicar, y sus colecciones no le sobrevivieron; las joyas, vendidas a los mercaderes de Nuremberg, financiaron la revuelta de Bohemia contra Viena; luego, durante la Guerra de los Treinta Años, los ocupantes austriacos, sajones, suecos y prusianos las desvalijaron a fondo. Periódicamente entraban en el castillo de Praga caravanas de carros vacíos, que se volvían llenos. No quedó nada.

Una parte modesta de estos prodigios fue reunida de nuevo efímeramente en el castillo de Praga, con motivo de la exposición sobre Rodolfo y su tiempo, en la primavera de 1997. Allí pude ver algunos de sus juguetes mecánicos, de sus perpetua mobile, cuadros y libros y otras reliquias, y ahora cuando lo recuerdo me parece oír la melodía de O leilao, el fado de Alfredo Marceneiro sobre la subasta de la famosa casa de tolerancia lisboeta, la Casa das Mariquinhas, cerrada por sus acreedores: "Até das próprias janelas/ venderam as tabuinhas". O sea, hasta de las mismas ventanas vendieron los travesaños.

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Bien mirado, el piso de cada uno contiene su propio gabinete de curiosidades, en el que se complace; en su molde o concha reveladora de neurosis, de manías, de esfuerzos. Pienso sobre todo en esas hornacinas, vitrinas o armarios de cristal, tan comunes en los salones de las familias barcelonesas, con los estantes forrados de seda roja, donde se reúnen reliquias desparejas: allí no puede faltar un soldado de Napoleón o una pastorcilla de porcelana; una moneda muy grande, con un rey de perfil; un abanico de nácar, o de marfil; una bandejita o plato de metal; incluso una pipa amarillenta de espuma de mar, y otras cosas. Más que objetos de belleza o prendas de amor, parecen pecios. Parece que aguarden a los hermanos Almirall. Y no es seguro que vengan.

museosecreto@hotmail.com

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