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Columna
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La Edad Oscura

Lluís Bassets

Viene de muy lejos. De una larga y siniestra tradición asociada al poder absoluto sobre cuerpos y bienes por parte del soberano. Fue instrumento crucial de la Inquisición. Y herramienta preferida de todas las policías políticas. La Gestapo y la GPU, los milicos pinochetistas y nuestra Brigada Político-Social. Es una práctica milenaria como la guerra. También una vergüenza para quien la practica y para la sociedad que la acepta, además de un crimen contra la humanidad, abolida en todas las legislaciones civilizadas y condenada por todas las convenciones internacionales.

Pero así estamos, discutiendo los límites de la tortura, dando vueltas a las fronteras del dolor y de la resistencia física, sobre la legitimidad del maltrato que un ser humano puede infligir a otro para obtener información. Éste es el debate de Condoleezza Rice con los ministros de Exteriores europeos. El de los asesores de Bush con el senador John McCain, que ha conseguido de la Administración norteamericana un compromiso público y legal en contra de esta práctica inhumana. El que ocupa a muchos think tanks ahora mismo en Washington. O el que suscita el escándalo de Colin Powell, que da por sentada la complicidad de los Gobiernos europeos. (Por cierto: ¿y qué hay de verdad en ello?)

La montaña de evidencias es abrumadora. En forma de casos documentados, con fotos y vídeos, en Abu Ghraib o en Guantánamo, en cárceles secretas europeas o en mazmorras subarrendadas, en Siria o en Egipto. Y en forma de subterfugios y tretas legales, elaborados por abogados de la Administración norteamericana, para eludir el control y abrir espacios que la permitan. Primero fueron los limbos ajenos a toda ley donde se custodia por tiempo indefinido a detenidos sin ningún tipo de asistencia. Luego nuevas figuras seudojurídicas para sustraer a estos detenidos de la protección de cualquier tribunal y de cualquier legislación nacional e internacional: combatientes ilegales o sujetos sin Estado (stateles). Más tarde las entregas extraordinarias (extraordinary rentidions), que significan secuestrar a un individuo en un país y trasladarlo en secreto a otro donde se le pueda interrogar sin más límite que el que se imponga a sí mismo el interrogador. (Por cierto: nada tienen que ver, como ha sugerido Rice, con la entrega de un terrorista como Carlos el Chacal por Sudán a Francia y su enjuiciamiento con todas las garantías ante los tribunales franceses; ojalá todos los detenidos por Estados Unidos tuvieran la misma suerte).

Basta con leer lo que dicen tres abogados que trabajan o han trabajado para la Casa Blanca para darse cuenta de dónde estamos. David B. Rivkin Jr., por ejemplo, considera que el término tortura "es ambiguo por naturaleza, susceptible de definiciones subjetivas y determinadas por el contexto". Pero no tiene dudas sobre lo que le interesa que signifique: "Una conducta clara, no ambigua (con los detenidos), puede servir para obtener algunos aplausos de los europeos, pero cero información". "Por supuesto, los críticos de la Administración señalan de forma rutinaria que la tortura no funciona. La triste cuestión es que la tortura ha sido usada desde hace milenios y funciona".

John Choo Yoo defiende que los poderes del presidente como comandante en jefe alcanzan hasta el tipo de trato que se puede proporcionar a los detenidos enemigos. "Como abogado del Departamento de Justicia", ha dicho, "he trabajado y firmado un informe sobre la Convención de Ginebra y ayudé a elaborar el informe sobre la tortura. Puedo explicar por qué la Administración decidió que estas medidas agresivas, a pesar de que a veces son impopulares, son necesarias para proteger a América de otro ataque terrorista".

Bradford A. Berenson justifica los poderes excepcionales del presidente en que estamos en guerra, una guerra auténtica que constituye una "amenaza existencial" y "nos conduce a una nueva Edad Oscura". Consecuencias: "La guerra exige un marco legal totalmente distinto al que estamos acostumbrados". "Cuando estamos en guerra contemplamos el riesgo para los inocentes de forma totalmente distinta". "En tiempo de guerra hay que dar todos los poderes al ejecutivo". "No podemos judicializar la conducción de la guerra. Sería un desastre absoluto".

El vicepresidente Dick Cheney acaba de rubricar todo esto: se trata de recuperar los poderes del presidente erosionados desde la guerra de Vietnam y del Watergate. Lo prueba el último escándalo, el de las escuchas telefónicas sin control ni judicial ni parlamentario. Bush y Rice nos dicen que Estados Unidos es un país que no tortura. ¿Basta con su palabra? ¿Quién les va a creer a partir de ahora? ¿No nos están llevando ya a una Edad Oscura?

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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