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Una trampa para el presidente

Para quienes creen en la democracia, la elección de Mahmud Ahmadineyad, el pasado junio, fue todo un ejemplo. Pocos podían imaginar que un hombre que presume de humilde y hace gala de un programa social con tintes izquierdistas fuese capaz de enfrentarse y ganar el pulso a la poderosa mafia del clero iraní, representada en la figura de Alí Akbar Hachemi Rafsanyani, presidente de la República Islámica entre 1980 y 1997, y que desde entonces encabeza el Consejo de Discernimiento, desde el que manipula y controla los hilos del poder en Irán.

Sin embargo, seis meses después de esa proeza nacida del absoluto fracaso de la revolución iraní y del agotamiento de la población con la rampante corrupción del régimen, Ahmadineyad no sólo no ha cumplido con quienes le votaron confiados en que repartiría el maná del petróleo, sino que ha mordido un anzuelo que, tal vez, le ha tendido el régimen para librarse de él.

Tras un fuerte crecimiento económico continuado desde 2001 (del 5% al 7% anual), la capacidad adquisitiva de la inmensa mayoría de los iraníes es similar a la de 1978, el último año del sha, y esta frustración jugó un importante papel en las pasadas elecciones presidenciales.

Pese a las promesas de Rafsanyani en la campaña de abrir las compuertas de la liberalización económica e impulsar el sector privado, la población no le creyó. Tenían motivos para ello. El último clérigo metido a político en quien depositaron su confianza los iraníes -especialmente los nacidos después de la revolución (1979), el 70% de la población- fue el reformista Mohamed Jatamí, y les traicionó.

Con Jatamí, los iraníes llegaron a la conclusión de que había llegado la hora de enviar a los mulás a la mezquita y, como todos parecen de acuerdo en que el régimen debe caer desde dentro, eligieron a un purista para luchar contra los sepulcros blanqueados.

Pero en Irán sólo son blancos o negros los turbantes de los clérigos. El resto es una amalgama de tonalidades. Al presidente lo elige el pueblo, pero sobre éste mandan el líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, y el Consejo de Guardianes, en el que sólo se sientan mulás. Y son ellos los que dictan la política exterior. Por muchos votos que consiguiese Ahmadineyad, cualquier movimiento diplomático que haga es conocido de antemano por el régimen, especialmente lo que tiene que ver con el enemigo israelí.

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La República Islámica sólo tuvo dos presidentes no clérigos: Bani Sadr y Alí Rajai, entre 1980 y 1981. Jomeini mandó al exilio al primero en poco más de un año. Un atentado acabó con el segundo en menos de un mes.

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