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Columna
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Juicio

Esta semana la prensa ha difundido imágenes del juicio contra Sadam. En las fotos, el depuesto dictador escucha enfurruñado las declaraciones de un testigo o hace ademán de refutar alguna afirmación, de negar la versión de los hechos, de impugnar algún extremo procesal. Es la actitud indignada y defensiva de quien se siente víctima de un atropello. Porque así se lo han aconsejado sus abogados, por decisión propia o porque no tiene otra cosa que ponerse, va vestido de un modo correcto, pero vulgar. Nada que ver con el empaque y la quincalla de un régimen absolutista. El conjunto da a entender que el acusado aspira a un juicio individual, no histórico; a ser juzgado por sus actos, no por el balance del régimen político que personificó en su día. Es justo, aunque a la vista algo falla.

La justicia está pensada para otro tipo de casos. En un juicio ordinario los actores saben de memoria su papel: el acusado, el juez, el fiscal, el defensor, el jurado y la sociedad representada por todos ellos. Es una función que se remonta al origen de los tiempos, cuando Caín compareció ante Dios. ¿Has matado a tu hermano, Caín? ¿Quién, yo? No. Venga, hombre, ¿a quién quieres engañar?

Los juicios políticos, como el de Sadam Husein, el de Milosevich, el que pende sobre Pinochet, por no hablar de los juicios de Nuremberg, son otra cosa. Rara vez hay un delito material. A lo sumo, la responsabilidad más o menos directa en algún episodio aislado, concreto, casi nimio en la tragedia global de la que los acusados fueron artífices o piezas decisivas, y para cuyo enjuiciamiento no hay preguntas ni respuestas ni un camino que conduzca a un veredicto proporcional y equilibrado. En fin de cuentas lo que debería ser una escenificación de la justicia produce el efecto contrario. La sentencia parece dictada de antemano y el juicio que la precede, un trámite formal. No porque las acciones que se juzgan hayan de quedar impunes, sino porque la maquinaria social no está diseñada para las excepciones.

Sin prejuzgar resultados, mientras la vista sigue su curso, cruza por el fondo la figura rechoncha y perpleja de Luis XVI, buscando en vano la cadena causal que lo llevó a la guillotina.

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