Manual de enfermedades infantiles
Uno de los mitos que nunca revisé fue el dogma médico en el que fui educado. Había una lista muy completa de enfermedades infantiles que había que padecer a su debido tiempo y por bemoles. El sarampión, por ejemplo. Como pasaban los años, estaba a punto de adolescencia y no lograba incurrir en sarampión, me pasé buena parte de aquellos años buscando afanosamente el contagio. Cada vez que mi madre se enteraba de que en su círculo de amistades había un párvulo con ronchas que parecían picaduras de pulga, sudando fiebre, tosiendo, estornudando y con lágrimas, me expedía inmediatamente hacia el epicentro del sarampión y metía en la cama con el primo o la prima contagiado; lo cual podía ser un horror o el descubrimiento de un mundo nuevo. "Cuando antes, mejor", rezaba el principio clínico de mi madre. Empecé a ser oficialmente un niño raro porque, a pesar de todo lo que mi familia intentó, nunca logré ser infectado por el sarampión. Ni entonces ni después. Y una de mis hipocondrías favoritas consistió en esperar acojonado la llegada de las inevitables ronchas en las edades adultas porque entonces, según afirmaban las mismas fuentes, podía ser un asunto grave.
Lo único que me contagió fue el dogma maternal de aquella lista de enfermedades infantiles que había que padecer a su debido tiempo y que luego elevé a metáfora nacional. Pues bien, ahora, en este preciso momento nacional, es la urticaria del revisionismo histórico con motivo del treinta aniversario de la muerte de El Comandantín, y, al cabo, de la idéntica epidemia vírica ya ocurrida en Francia, Alemania e Italia a mediados de los ochenta. Supongo que los historiadores serios dirán que es muy frívolo interpretar lo que les ocurre a los europaíses que un día fueron fascistas desde el punto de vista de las epidemiologías infantiles, pero es mi método de trabajo. Si estamos atentos a lo sucedido por ahí fuera después del fascismo, en la Alemania de Hitler, en la Italia de Mussolini y en la Francia de Vichy, llegaremos a la conclusión de que en estos últimos treinta años no hemos hecho otra cosa que repetir sus mismas epidemias infantiles.
Es más, después de la caída del muro de Berlín, resulta que el totalitarismo comunista ha reproducido literalmente las mismas enfermedades infantiles que padecimos los que sufrimos el fascismo europeo en general y el franquismo en particular. Primero son las euforias de la libertad, esa reprimida movida pop que indiferenció Madrid con Moscú, Barcelona con San Petersburgo, Varsovia con Murcia o Budapest con Zaragoza, y después, hartos de discotear y follar, es el momento del desencanto y de la epidemia del revisionismo histórico. Como aquí. Y de la misma manera que los italianos revisaron la República de Saló, los franceses hicieron lo mismo con el Gobierno colaboracionista de Vichy, y los alemanes, que lo tenían mucho más crudo, sólo revisaron la música de Wagner, la filosofía pastoral de Heidegger y la arquitectura de Hitler, aquí, en el paraíso del colaboracionismo, ahora mismo está tocando rascar las ronchas de la infamia.
Pero así, dividiendo estos últimos treinta años por patologías infantiles, se entiende mucho mejor lo que nos ha pasado desde el punto y aparte de la tromboflebitis. Es como aquel manual de mi madre de las enfermedades infantiles. La pasión por los cuentos de hadas borbónicos, la apendicitis del 23-F, las anginas consensuales, el sarampión progre, las paperas autonomistas, las pajas de la movida pop, la inflamación de las meninges federales, la tosferina de las masturbaciones guerreras, o aznáridas, de la fase anal, y, por último, el Vicks VapoRub zen de ZP. Yo no sé si así pueden explicarse estos últimos treinta años, pero así se explican todas mis enfermedades infantiles. Y como de pequeños nuestras madres no nos vacunaron contra las epidemias ocurridas por ahí fuera, en los tres países europeos que padecieron el mismo virus, pues hemos tenido que inmunizarnos por nuestra cuenta y riesgo A este curioso cuadro clínico que llamamos España sólo le faltaba esta previsible urticaria infantil del revisionismo histórico para completar el proceso y ya está aquí.
Ya pueden dar la lata Pío Moa, Jiménez Losantos, la Cope o revisionistas parecidos, pero a lo máximo que esta comezón revisionista puede llegar es a lo que llegó hace un par de décadas en Alemania, Francia e Italia, cuando la misma ortiga empezó a manifestarse. A nada. Ni se pudieron negar los horrores del nazismo, ni las mitologías antifascistas de las resistencias francesa e italiana sufrieron el menor daño a pesar de algunos camelos (Mitterrand), ni siquiera las formidables baterías audiovisuales de Berlusconi apuntadas a la República de Saló pudieron corregir nada digno de mención, a pesar de que también a la derecha italiana le joda mucho, pero mucho más que al PP, el sarampión progre.
Lo que recuerdo perfectamente es lo que ocurrió en Europa al final de las urticarias ochentales. Alguien acuñó entonces la mejor definición de esa asignatura pendiente llamada Europa: "Miren ustedes, Europa es cuando ya nadie tiene nostalgia del fascismo europeo".
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