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Entrevista:BERTRAND TAVERNIER

El hombre indignado

Sus películas recrean la realidad con ojo crítico. Algunas han motivado cambios legales; otras han movilizado a los políticos, como una que mostró hace ya ocho años el polvorín de los suburbios de París. Como deseó cuando era joven, el cine es su vida, y la indignación, su motor.

Gabriela Cañas

Sus películas recrean la realidad con ojo crítico. Algunas han motivado cambios legales; otras han movilizado a los políticos, como una que mostró hace ya ocho años el polvorín de los suburbios de París. Como deseó cuando era joven, el cine es su vida, y la indignación, su motor.

Su esposa franco-irlandesa le bautizó como Little Bear (osito), y ése es ahora el nombre de su propia productora cinematográfica, en cuyas oficinas varios osos de peluche reciben al visitante. Más al fondo, los negativos de las películas de Bertrand Tavernier se apilan en un orden aparentemente casual junto a una figura femenina de cartón de tamaño natural que muestra a la actriz Sophie Marceau ataviada como La hija de d'Artagnan, una de sus películas más populares. Del perchero cuelga el viejo sombrero de cowboy del cineasta francés como si esta pequeña oficina del centro de París fuera una prolongación de sí mismo.

Bertrand Tavernier no tiene aspecto de osito. Es más bien un oso de gran envergadura de casi dos metros de altura coronados por una cabellera blanca y despeinada. Saluda con una amplia sonrisa que disipa cualquier temor del recién llegado y después se sienta a la espera de las preguntas con los antebrazos apoyados sobre sus muslos, las manos entrelazadas y la cabeza un poco gacha, dispuesto a expresar su indignación mansamente desde la razón y el corazón. Los suburbios de la capital francesa llevan varios días ardiendo en llamas y la revuelta se ha extendido a todo el país alentada por un Gobierno conservador que ha calificado de chusma a los jóvenes agitadores y ha decretado el estado de emergencia. En el centro de París y en los alrededores de Little Bear reina, sin embargo, la calma de un otoño en esplendor.

La verdad es que hasta el último momento he temido que cancelara usted esta entrevista, que decidiera usted marcharse a los suburbios a seguir los acontecimientos como ha hecho en el pasado.

No, porque tengo aquí mucho trabajo y también porque yo ya he pasado mucho tiempo en los barrios periféricos donde rodé Al otro lado del Periférico, un documental que fue difundido en su momento como el ejemplo de lo que hay que hacer en esas zonas. Muchos sociólogos y analistas constatan que sólo hay interés por los suburbios cuando estalla la violencia, algo que sufre la gente que vive allí. Los periodistas y las cámaras, casi sin excepciones, llegan para filmar sólo los coches incendiados. En mi película yo no mostraba los coches incendiándose. Intenté mostrar la humillación de los jóvenes controlados por la policía de manera aberrante y sistemática. Demostramos que había problemas muy graves en el suburbio de Les Grands Pêchers. Sin embargo, cuando he vuelto recientemente he visto que el anterior Gobierno de Jean-Pierre Raffarin había recortado las subvenciones y que estaba dificultando todo el trabajo que venían desarrollando diversas organizaciones de integración, de escolarización y de alfabetización; que sólo se ha respetado a las organizaciones próximas a la UMP [Unión por un Movimiento Popular, el partido del Gobierno conservador francés]. Esta misma mañana he oído que han tenido que cerrar un local donde se daban clases de alfabetización porque se les ha recortado el 30% de la subvención.

Bertrand Tavernier rodó Al otro lado del Periférico en 1997. Lo hizo siguiendo la invitación del entonces ministro de Integración, Eric Raoult, que, molesto por el manifiesto firmado por Tavernier y otros intelectuales contra la detención de una persona que dio refugio a un inmigrante ilegal, escribió a todos ellos proponiéndoles de forma arrogante una estancia en un suburbio para comprender que "la inmigración no es cine". Así fue como nació esta película que Tavernier rodó en el barrio de Les Grands Pêchers. Es un documental de largo metraje, como casi todo lo que filma Tavernier, que cobra ahora una rabiosa actualidad. Es un testimonio directo de los problemas de escolaridad, de drogas, de desempleo o de vivienda que sufren los habitantes de un suburbio parisiense. Problemas cotidianos contados por sus protagonistas: maestros, policías, madres de familia o jóvenes sin porvenir que advierten de que la única salida a su indignación es quemar vehículos. También es un documental capaz de mostrar el llanto de un viejo militante comunista del barrio pocos días antes de morir al confesar que su único sueño habría sido vivir sus últimos años en el campo. Ése es el oso Tavernier: la denuncia, la indignación y, también, la emoción y la ternura.

¿Cree que la situación en los suburbios ha empeorado desde entonces?

Por supuesto, porque frente a todos los problemas en los suburbios hay una política de educación nacional basada en la estadística que habla de que faltan uno o dos alumnos para completar una nueva clase. En vez de plantearse que en barrios difíciles quizá no ocurra nada si hay dos o tres alumnos menos por clase que la media nacional. La situación es peor porque, para empezar, la prensa francesa no hace su trabajo, ignorando el hecho de que la derecha prometiese que erradicaría los disturbios de la época de Lionel Jospin [ex primer ministro socialista] y ha resultado que son aún peores. Ni siquiera la izquierda discute a Nicolas Sarkozy [ministro del Interior] porque se contenta pensando que tenemos la derecha más nula del mundo. Ahora tenemos también la izquierda más nula del mundo, sólo preocupada por la campaña de las presidenciales. Es una izquierda que no arremete contra un Sarkozy que lleva años hablando de seguridad, de destrucción, de chusma y de tolerancia cero cuando el resultado ha sido destinar menos policías a esos suburbios. El actual drama de Francia es que Sarkozy ha conseguido condicionar la política francesa a lo que él declara en televisión. La política se limita a un intercambio de acusaciones en televisión despreocupándose de lo que ocurre en la calle.

Así que la política francesa se ha convertido, según usted, en un espectáculo mediático.

Es una especie de política virtual. Es como un juego de game-boy en el que Sarkozy dice una cosa que va a desestabilizar a Dominique de Villepin [primer ministro] y éste recoge el guante replicando a Sarkozy. Pero nada acerca de los refuerzos en la zona o de enviar más educadores a los barrios periféricos. ¿Cómo es posible que en uno de los estudios que se hizo recientemente en los suburbios se descubriera que todos los jóvenes interpelados en la calle estaban sin escolarizar? Eso quiere decir que la educación nacional tampoco está haciendo su trabajo, ya que es en esos barrios en los que se necesita más formación y más apoyo psicológico. En su lugar, el Gobierno ha recortado el número de maestros en los colegios, el de enfermeros en los hospitales y la vigilancia porque hay que tener menos funcionarios como manda la gran política de la liberalización. Todo eso se muestra en Al otro lado del Periférico, una película que enseñé a Lionel Jospin y en la que descubrió que las facturas eléctricas en esa zona eran exorbitantes porque las tarifas son muy altas, ya que la gente pasa frío en esos pisos mal construidos y mal aislados y, en consecuencia, gasta mucho en calefacción. Al día siguiente, Jospin escribió una carta al presidente de EDF (Electricidad de Francia) y éste subvencionó los trabajos de aislamiento y reforzamiento del cierre de las ventanas, además de negociar un nuevo contrato de suministro más barato. Gané esa batalla, pero no conseguí que Jospin recibiera y escuchara a 400 vecinos, pues haciendo la película comprobé que ni siquiera el ministro Raoul conocía Les Grands Pêchers. Debía haber escuchado a esa gente, mucha de ella encantadora y muy valiosa para optar a un empleo. Por supuesto, encuentro inadmisible quemar coches, escuelas y guarderías, pero lanzar una granada en una mezquita o acosar a jóvenes que no son delincuentes es una subversión de las cosas.

En tiempos pasados, y ante acontecimientos similares, hubo una reacción social, manifiestos, por ejemplo, en los que usted participó, protestando contra la política de inmigración e integración de los Gobiernos.

Quizá es aún muy pronto para que haya ya una reacción a los acontecimientos actuales. Es verdad que hemos firmado muchas protestas en el pasado. Ahora lo único que podemos hacer es repetir lo ya dicho, y la impresión es que los políticos reaccionan con desprecio a las demandas. ¿Sabe usted cuál fue la reacción de la educación nacional a mi película Al otro lado del Periférico? Prohibirme el acceso a la escuela porque decía que molestábamos.

¿Es que la sociedad francesa ha tirado la toalla?

Quizá ha habido gente que tenía que haber reaccionado con coraje, pero es que ahora hay que hacer frente al mundo político y también a la prensa, que no hace su trabajo y sólo se aproxima a los suburbios cuando hay algaradas realmente sensacionales. La prensa no agita a la sociedad. Sólo se ocupa de si Ségolène Royal [posible candidata socialista a la presidencia de la República] está bien situada o no en las encuestas. Yo quiero saber qué piensa Royal sobre lo que está ocurriendo y qué es lo que propone. Porque ahora la sociedad ha de enfrentarse también a la increíble anestesia de una izquierda débil, nula, que tampoco trabaja sobre el terreno. Los cineastas tenemos muchísima ventaja sobre los políticos. Todo lo que yo conté en Todo comienza hoy ha resultado exacto sobre lo que ocurre en las escuelas. No hay un solo día que pase que no se demuestre que el análisis era acertado y que nadie pone remedio a los problemas. Mire, mi mujer se presentó a un examen para ser maestra que era alucinante, porque le exigían un nivel teórico elevadísimo. Nada sobre la forma de enseñar a chavales de culturas diferentes que apenas conocen el francés, a gente que no dispone ni de una mesa libre en casa en la que hacer los deberes. Ésas son las cosas importantes. Eso es lo que hay que ir a ver y analizar. Conozco a profesores fantásticos que me dicen que lo primero que hacen para impartir clases en estos suburbios es tirar a la basura todo lo que han estudiado durante cuatro años.

Dijo usted siendo más joven que cuando fuera mayor le gustaría seguir indignándose por ciertas cuestiones, como motivo fundamental para hacer películas. Constato que sigue siendo usted un hombre indignado.

Sí, reacciono a todo lo que me sorprende, a lo que me choca. Y tengo la impresión de que muchas veces he dado respuesta a algún problema real. Yo no soy político; tampoco periodista. Soy un cineasta, pero creo que doy soluciones a lo que detecto. La prueba es que Jospin encontró una.

Usted ha dicho que pretende cambiar el mundo con sus películas. ¿Sigue siendo así?

Cuando inicio un proyecto, no es lo que pretendo. De hecho, la mayor parte de mis películas tratan de asuntos que en principio desconozco. Por ejemplo, yo desconocía totalmente el mundo de la adopción y desconocía Camboya antes de hacer mi última película, La pequeña Lola. Mi interés fundamental es saber lo que pasa en la cabeza de la gente, pero también exploro en el asunto que estoy tratando y así es como consigo hacer un filme que obliga a reflexionar a la gente y que luego provoca un cambio legislativo, lo que no era la finalidad que yo buscaba. La exploración y el descubrimiento es lo que aporta ideas sobre la posible intervención en un asunto.

'La pequeña Lola' parece un viaje, una exploración en la que el espectador descubre cosas nuevas al tiempo que lo hacen sus protagonistas.

Es así porque yo he ido descubriendo también muchas cosas rodando la película. He descubierto que había un montón de prejuicios falsos en este asunto, como que los adoptantes son colonialistas que llegan a un país forrados de dinero. He descubierto que la mayor parte de ellos son gente modesta que llega movida por la frustración de no tener hijos. Muchos recurren a este sistema porque no han sido capaces de adoptar un niño en Francia porque el sistema está muy mal hecho. Intento, efectivamente, que el espectador vea y descubra todo ese mundo de la adopción desde los ojos de los dos protagonistas, Pierre y Geraldine, lo que ha sido lo más duro, puesto que yo ya sabía mucho de la adopción y Camboya cuando empecé a rodar, tras el trabajo preparatorio realizado en la zona. Así que he tenido que poner mucha atención en la manera de filmar para que no se notara que la cámara sabía mucho más que los personajes. Eso es muy difícil de conseguir.

¿Y cómo logra usted que sus actores actúen frente a la cámara de forma tan natural?

Con mucho trabajo. Hago un intento permanente de rodar como si yo no estuviera ahí, como si las cosas ocurrieran por puro accidente. Pero eso lleva mucho trabajo, porque la mayor parte de los planos son muy largos, lo que requiere movimientos complicados de la cámara sin que ello se note. Repetimos mucho los planos. Mucho.

¡Vaya, eso sí que no lo esperaba!

Sí, para conseguir esa naturalidad se requiere mucho trabajo de puesta en escena. Yo siempre intento dar la impresión de estar en medio de la gente; que yo no soy un observador que viene a mirar a los personajes como un entomólogo mira a los insectos. La cámara es como un personaje más. Hay un bellísimo artículo sobre mí en la revista Le Débat de Pierre Nora que me achaca la facultad de absorber diferentes culturas y medios, que es lo que engrandece la cultura francesa. Es la facultad de ponerme en la piel de un jugador en Mississippi blues o ser un personaje del siglo XVIII en la época del regente Felipe de Orleáns, acercando todo ello al espectador. Ésa es mi pasión. Hay gente que hace películas sobre las realidades que conocen. Yo hago filmes sobre todos los medios y todos los ambientes de cualquier época, dada también mi pasión por la historia.

¿Cómo es su relación con los actores y con el resto del equipo durante los rodajes?

Intento que la relación sea relajada y tranquila, pero a veces soy impaciente y colérico. Afortunadamente, mis estallidos duran poco. Una película cuyo ambiente recuerdo bastante desagradable fue L-627 porque las condiciones eran muy duras, con un calor tremendo. Pero en general creo que logro distender la situación. Me paso el tiempo haciendo bromas, por ejemplo. Durante el rodaje de La pequeña Lola, por ejemplo, nos hemos reído mucho. John Le Carré me dijo una vez que yo era un hombre entusiasta y de enorme energía. También creo que soy muy expresivo y que no tengo ningún problema en mostrar mis dudas.

Así que como jefe sería usted lo contrario de Stanley Kubrick, al que usted, por cierto, llamó imbécil cuando trabajaba para él como encargado de prensa de 'La chaqueta metálica'. ¿Cómo fue aquello?

Le dejé claro que como artista era un genio. Sólo dije: "En el trabajo diario es usted un imbécil", y dejé mi empleo con él. Esa frase tuvo muchas consecuencias. Me permitió, por ejemplo, conocer a Sam Peckinpah, que me hizo saber que había enmarcado mi telegrama en su despacho y que a partir de entonces yo podría elegir cualquiera de sus películas para promocionarla. Kubrick, por su parte, siempre ha dicho que fue gracias a él como dejé mi oficio de encargado de prensa para hacer cine, lo cual es totalmente falso.

De otro cineasta americano, John Ford, guarda usted también un emocionante recuerdo por razones distintas. Usted le conoció totalmente borracho.

Sí. Estaba borracho cuando llegó y pasé con él doce días. El primero fue muy difícil porque teníamos que impedirle que bebiera. Bebía todo el tiempo b & b (Benedictine y brandy) y teníamos que esconderle hasta los vasos en la habitación del hotel. Él gritaba: ¿Dónde están? Llegamos a dormir con él. Yo me turnaba con otro colega para no dejarle beber y para que no se cayera cuando iba al cuarto de baño, porque la primera noche se cayó y se partió la cara. Era una lucha terrible. Sin embargo, como era muy profesional, dos días antes de empezar a trabajar aquí en París dejó de beber y permaneció impecable, bebiendo agua todo el tiempo.

¿Y es verdad que usted lloró cuando se fue?

Sí, sí, porque era un hombre muy afable. Pasé veladas extraordinarias con él.

Su primera película, 'El relojero de Saint-Paul', se centraba en una relación de solidaridad paterno-filial que usted admiraba del relato original de Georges Simenon. ¿Tiene que ver con su propia infancia?

Sí, y es curioso porque yo he aprendido un montón de cosas después a través de mis hijos y ahora he prolongado un poco la vida de ese relojero, he habitado en él, pues he trabajado en dos películas con mi hijo Nils, que ha participado también como actor, y mi hija Tifany.

Su padre era un intelectual que en cierto modo desaprobó su pasión por el cine. Veo que se ha tomado usted la revancha. No sólo hace cine, sino que ha involucrado a toda la familia.

Sí, es verdad. Es mi venganza. Y he conseguido justamente que trabajemos junta toda la familia; lo que yo nunca tuve. Ha sido una venganza contra mi padre, al que admiraba, y contra mi madre, una mujer contradictoria a la que también admiraba. El problema es que cada uno estaba por su lado. Mi padre era el hombre más brillante, inteligente, divertido y a veces el más comprometido en el sentido político, pero al mismo tiempo estaba dominado por una naturaleza perezosa que le impidió, por ejemplo, escribir, que es lo que tenía que haber hecho. En cambio, yo soy un loco del trabajo. Siempre estoy haciendo algo: escribiendo artículos, rodando, ocupándome de la iluminación, de militar por los derechos de autor… Ahora dudo. Quizá tenía que haberle insistido más para que escribiera.

¿Le dedicó alguna película en especial?

Sí, el documental Lyón, la mirada interior, en el que cuento aquellos años de la Resistencia francesa en los que mi padre escondió a Louis Aragon. También cuento cómo es la ciudad de Lyón, en la que todo es doble: reaccionaria y, al mismo tiempo, la primera ciudad donde hubo una revolución obrera. Fue la capital del colaboracionismo y al mismo tiempo la capital de la Resistencia.

Jean-Pierre Melville ha dicho que es importante saber ganar dinero sin traicionarse a sí mismo. ¿Lo ha logrado usted?

Sí, yo creo que sí. Creo que no he hecho una sola película en la que yo no me haya comprometido. Las hay mejores y peores. Algunas seguramente no están, por mi culpa, a la altura de mis ambiciones, como Daddy nostalgie. No es una película lograda, aunque conozco a gente que la adora. Pero sé que no hay nada dentro de mis películas que yo pueda encontrar deshonroso o que yo habría querido cortar a toda costa porque sintiera vergüenza o detestara. Todo lo que he rodado creo que era necesario rodarlo.

¿No le da importancia al dinero?

El dinero es importante, pero no lo suficiente como para sacrificar tus ideas. Yo he ganado lo suficiente para tener una vida formidable. He hecho lo que he querido, he desarrollado el oficio que me gustaba y me he divertido como un loco. Al mismo tiempo, he podido negarme a cortar metraje en Al otro lado… o a desechar el proyecto de La vida y nada más a cambio de una importante suma de dinero. No he sacrificado mis ideas.

Supongo que tener su propia productora le ha dado aún más libertad.

Por supuesto. Sin mi productora no habría podido hacer La pequeña Lola y tampoco L-627.

¿Le molesta que le comparen con Ken Loach?

No, en absoluto. Es un cineasta al que yo aprecio muchísimo y que creo que ha captado cosas muy importantes de Inglaterra. Simplemente creo que yo he abordado asuntos de época que él no ha hecho, incluso cuando haya rodado películas históricas. Somos un poco diferentes, pues él prefiere ceñirse más a la realidad actual que yo, pero ciertamente él tiene preocupaciones que comprendo bien y que comparto.

Usted es un experto en cine americano. Incluso ha escrito una enciclopedia sobre él y admira a muchos cineastas americanos. Sin embargo, su cine parece tener poca influencia de ello.

Al contrario. Yo creo que tengo mucho del cine americano, que tengo influencias de Anthony Mann o de John Ford y que lo que mejor hago en este terreno es esa forma de integrar a los personajes en el paisaje. Creo que La vida y nada más es una película muy marcada por Ford que habla del duelo tras la guerra, de la importancia de los sentimientos tras un cataclismo, de la importancia de la familia que se reencuentra y de la noción de heroísmo, del heroísmo cotidiano, que nada tiene que ver con el superhéroe al que estamos ahora acostumbrados. Mis héroes, como Daniel [el maestro de la película Todo comienza hoy], son como los del antiguo cine americano, a los que los veteranos cineastas americanos dieron una fuerza que es hoy cada día más rara. Lo que sí es cierto es que mis películas están muy alejadas del cine americano de hoy.

¿En qué proyecto está usted ahora?

Estoy intentando trabajar sobre una película que quizá haga en Estados Unidos con financiación francesa, quiero hacer una continuación de L-627 y me gustaría rodar también un documental que sería la prolongación de La pequeña Lola sobre el entorno de los jemeres rojos a través de un personaje que he conocido en el rodaje y que es un sacerdote francés formidable que quiero que haga de enlace entre el pasado y el presente de Camboya. Porque le diré que Camboya es un muy buen ejemplo de lo que ocurre en una sociedad en la que todo el poder se da al dinero tras un periodo atroz de guerra civil, de genocidio, etcétera. Es una sociedad que no ha dado ningún poder a la cultura. La gente no está al corriente de nada. Es una sociedad que ha matado a los artistas, que ha matado a los investigadores, los médicos, los periodistas. Es una sociedad que trata de superar su situación con turismo, comercio y cierta corrupción, pero que ya no tiene teatro. Hay casinos por todas partes, pero apenas hay librerías. No se leen libros. A mí me parece que Camboya está muy próximo a lo que nos amenaza: una sociedad en la que sólo hay referencias visuales, sin conocimiento, que no da prioridad a la cultura. Creo que una sociedad que no lo hace es una sociedad oscura; quizá muy rica, pero oscura. Nosotros vamos hacia una sociedad sin puntos de referencia porque no hemos aprendido de la historia.

¿Cree que ése es el problema del futuro de Europa?

Veo demasiados políticos que no se toman en serio la cultura. Los niños, por ejemplo, pasan más tiempo frente a la pantalla, ya sea de la televisión o del videojuego, que frente a los profesores. Hay un constante bombardeo de imágenes, y los ministerios de Educación deberían enseñar a los niños a desencriptarlas. Porque los niños de ahora son incapaces de analizar lo que ven, lo que hay detrás de las imágenes. Tengo el ejemplo en mi nieto, que ve cómo le cortan el brazo a alguien y lo que valora es que el efecto especial de la imagen esté bien hecho; no piensa en lo que realmente supone esa imagen, esa situación que se quiere recrear. Los niños de ahora sólo piensan en términos tecnológicos, nunca en conceptos. Y, por tanto, son más fácilmente manipulables.

Es verdad que se impone la espectacularidad de la imagen.

Sí, y si los ministros de Educación no se ocupan de este asunto, creo que se perderá una parte de la batalla de la democracia. Porque mientras hay terroristas islamistas capaces de banalizar las imágenes utilizando vídeos, nosotros somos incapaces de hacer redescubrir una película de Jean Renoir o de Luis Buñuel. Porque los chavales de ahora son incapaces de ver una película en blanco y negro. [En este punto, Bertrand Tavernier está dando pequeños puñetazos de indignación sobre la mesa]. ¿Qué quieren? ¿Que coloreemos El descendimiento de Alberto Durero? ¿O la foto de Cartier-Bresson? No podemos dejar que la ignorancia nos coma el terreno.

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Sobre la firma

Gabriela Cañas
Llegó a EL PAIS en 1981 y ha sido jefa de Madrid y Sociedad y corresponsal en Bruselas y París. Ha presidido la Agencia EFE entre 2020 y 2023. El periodismo y la igualdad son sus prioridades.

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