El cónsul Lesseps
Ferdinand de Lesseps ha vuelto a Barcelona. Su retrato recibe al visitante de la exposición biográfica que el Museo Marítimo y el Consulado General de Francia ofrecen hasta el 16 de enero de 2006. En el edificio de las antiguas Drassanes, entre la tierra y el mar, como reza su título.
Don Fernando, como aquí se le llamó, hablaba habitualmente la lengua de su madre, que era de Málaga. Llegó a Barcelona en 1842, como cónsul de Francia, y estuvo hasta 1848. Ya llevaba en la cabeza el sueño del canal de Suez, concebido en sus años consulares en Alejandría y El Cairo, pero en Barcelona, nada más llegar, tuvo urgencias muy perentorias.
Una galería de retratos políticos -el pretendiente don Carlos, el general Espartero, la reina niña Isabel II, la reina regente María Cristina, el liberal moderado Narváez y el progresista general Prim- enmarca un busto del cónsul para evocar la complejidad de la época. En la misma sala, una litografía muestra el bombardeo desde Montjuïc, el 3 de diciembre de 1842, dibujado desde la Barceloneta.
Lesseps llegó a Barcelona como cónsul de Francia en 1842. Ya soñaba con el canal de Suez, pero nada más llegar tuvo otras urgencias
Las referencias de la ciudad de hoy siguen recordando aquellos hechos. Junto a La Rambla, el edificio del Sector Naval ocupa el lugar del antiguo fuerte de Drassanes, abandonado por el ejército, al estallar la revuelta republicana de noviembre, para fortificarse en Montjuïc. Muy cerca, el dispensario de Perecamps recuerda el título de conde del capitán general Juan Van Halen.
El cónsul francés medió con los insurrectos para rescatar a su familia, pero tuvo menos éxito en la mediación posterior con él para evitar el bombardeo. Viajó con su colega inglés por los campos que se extendían más allá de La Rambla, 20 kilómetros hasta Sant Feliu de Llobregat, donde estaba el cuartel general, pero no consiguió más que un aplazamiento. Lesseps pudo sacar de Barcelona por mar a más de 3.000 franceses y ayudó, después, con sus marineros a apagar el fuego de las bombas.
Había muchos franceses en Barcelona, obreros y oficiales de la naciente industria textil, para cuya asistencia creó el cónsul Lesseps la Sociedad Francesa de Beneficencia. De ahí nacen las Escuelas Francesas que llevan su nombre, cuyo edificio actual en Gran Via-Sicília conserva un sabor de época bastante posterior. La cuadrícula del Eixample aún no había sido dibujada por Cerdà cuando empezaron las primeras clases gratuitas en el claustro ruinoso del antiguo convento de Sant Felip Neri, cuya capilla había sido confiada al consulado para el culto religioso de la colonia. La correspondencia diplomática francesa, pero también los fondos de las escuelas, enriquecen documentalmente la exposición.
En una vitrina hay documentos cedidos por la familia Brusi que acreditan la colaboración del editor del Diario de Barcelona como administrador en España de las acciones de Compañía Universal del Canal Marítimo de Suez. Hay ejemplares del diario de la semana que siguió al 20 de octubre de 1858, el día en que Lesseps volvió a Barcelona, 10 años después de haber cesado como cónsul. Tuvo una recepción multitudinaria en el puerto, en recuerdo y reconocimiento de su labor diplomática y en apoyo de su proyecto visionario, la unión de los dos mares.
Antonio Brusi Ferrer, editor del Diario de Barcelona, hombre cosmopolita que en su juventud hizo un viaje de varios años por toda Europa, fue quizá el mejor amigo catalán de Lesseps. Lo hospedó en su casa de la calle de Jaume I, con fachadas en las de Llibreteria y Daguería, que aún conservan sus descendientes, en su reencuentro con Barcelona. La suscripción de acciones para la construcción del canal, que acababa de iniciarse, fue un gran éxito.
A la entrada del museo, una réplica del primer Ictíneo de Narcís Monturiol -más corto y más gordo que el Ictíneo II, el pez alargado de madera de olivo que flota en la hierba de entrada al Maremàgnum- recuerda otro proyecto visionario que entusiasmó a los barceloneses en los mismos años. Como Julio Verne dijo de Lesseps, también Monturiol tenía "el genio de la voluntad".
El cónsul francés bajaba todos los días desde Gràcia hasta el agobiante laberinto de la Barcelona amurallada, donde desempeñaba su trabajo. Una fotografía de la plaza de Josepets del año 1905, cuando se le cambió el nombre, muestra una larga hilera de plátanos flanqueando el trazado del tranvía. Sesenta años antes, junto a la antigua masía del Pla de Cassoles y sin tranvía, vivió allí Fernando de Lesseps con su familia, en una casa cerca de la riera de Vallcarca, en la plaza que homenajea su nombre y que hoy es objeto de obras de humanización.
Ahí está la maqueta, pero, a la salida del Museo Marítimo, la tentación es coger el metro en Drassanes hasta Lesseps, a ver cómo marcha todo. La única y angosta salida a la plaza enfrenta el peatón al paisaje incierto del scalextric de cemento a medio desguazar. Surge en el horizonte el perfil atrevido y amable de la flamante biblioteca Jaume Fuster, que suaviza los duros contornos constructivos de esta "sorprendente plaza que se encuentra en la confluencia de unas 10 calles", al decir de los redactores franceses del catálogo de la exposición. Entre la marea de usuarios del sábado por la mañana, se oyen también las lenguas de las nuevas colonias de barceloneses.
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