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Columna
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'Ekin' y 'polis'

Vicente Molina Foix

La Casa de Campo se ha puesto perdida. Ahora que el Ayuntamiento estaba empezando a erradicar concienzudamente a las prostitutas del parque, acosando también a los automovilistas que las solicitan, ahora, pues, que un nuevo delito se perfila en el marco de nuestra sociedad de derechos, castigando -¿según qué leyes, las leyes sagradas, las leyes municipales, las leyes espesas?- el comercio sexual consentido entre personas adultas, ahora, precisamente ahora, la Casa de Campo alberga de lunes a miércoles un acto que está dejando la capa de ozono hecha un asco. En unas dependencias de la Audiencia Nacional habilitadas para juicios numerosos, la presidenta del tribunal, Ángela Murillo, y el fiscal, Enrique Molina, representantes de una Ley en la que sí creemos y confiamos, intentan aplicar la justicia a los 56 miembros de las organizaciones del entorno de ETA investigadas en su día por el juez Garzón. A 56 presuntos cómplices de extorsiones, asesinatos, mutilaciones y hostigamiento civil perpetrado contra quienes no concuerdan con sus ideas radicalmente nacionalistas. El llamado macrojuicio o caso Ekin es saludable para nuestra higiene democrática, pero los acusados han traído a Madrid sus bombas. En este caso, menos mal, bombas fétidas sólo.

Leemos cada día las noticias de lo que allí sucede, contemplamos en televisión la bravura y firmeza de la presidenta Murillo frente a las caras despreocupadas, de inocentes excursionistas, de los acusados, pero el enrarecido ambiente que allí se respira lo ha descrito mejor un ciudadano que asiste todas las mañanas a la vista y ha hecho circular por Internet un mensaje desolador. Este hombre, de quien por la consabida prudencia (o salvaguarda), sólo daremos sus iniciales, F.B., pinta con gran viveza en su larga carta lo que allí ve desde el pasado lunes, cuando, respondiendo a una petición del Foro de Ermua, decidió acudir formando parte del público. Al acceder a las dependencias de la Casa de Campo, F. B. queda sorprendido de ver la cantidad de gente movilizada por el entorno abertzale: a los 56 juzgados se suman sus 12 abogados y una pequeña legión de ruidosos simpatizantes, que él calcula en más de setenta. Junto o cuando menos cerca de esa caterva están los magistrados, las fuerzas de seguridad desplegadas, y "cuatro pringaos", escribe F. B., contándose él mismo entre las únicas cinco personas que allí representan al otro lado, el lado civil de la sociedad no-violenta y el lado de las víctimas. "Me parece lamentable que de una población de cuatro millones de madrileños sólo cuatro, cuatro pringaos en realidad, hayamos acudido hoy para apoyar la acción de la justicia en un tema tan sangrante como éste, que no nos demos cuenta de que si la victoria judicial es importante, la victoria moral y la mediática son también vitales". Los animadores de los 56 sí se han dado cuenta, y por eso han venido a Madrid a bombardear los cielos de la ciudad con el alboroto, la suficiencia y el desplante a los jueces: cortinas de humo para esconder la mano que movió el odio.

"Tendríais que haberlos visto, mirándonos como a bichos raros, perdonándonos la vida (espero), riéndose de nosotros". Para contrarrestar, aunque sea testimonialmente, la chulería de esos acusados y sus amigos, F. B. nos convoca a acudir, también nosotros, a esas vistas judiciales, no sólo por hacer bulto frente al mogollón batasuno. Se trata, naturalmente, de afirmar que somos y que estamos, en efecto, convencidos de que éste es un proceso político, pues política viene de pólis, ciudad, y en el caso Ekin se juzga la criminal coacción a la pacífica convivencia de los ciudadanos.

La carta de F.B. termina con una anécdota aparentemente ligera. Terminada la sesión del juicio,

al salir él y los cuatro pringaos a comer en uno de los restaurantes de la Casa de Campo, se dieron de bruces con otra realidad: la infanta Elena inauguraba en un pabellón cercano el Rastrillo humanitario que las clases altas madrileñas organizan con buena intención y cierta frecuencia para aliviar la suerte de los necesitados. Después del jaleo antidemocrático y supuestamente libertario que acababan de sufrir, los cuatro pringaos se veían rodeados de costosas mechas rubias, perfumes franceses, abrigos de piel hasta el suelo. Y ese contraste lleva a F. B. a preguntarse: "¿No habrá un término medio entre estar callado y tocar la trompeta?"

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