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Columna
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La plaza de las Artes

Toqué con mi grupo en la plaza de las Artes a mediados de octubre en una noche de música entre amigos compartida con el fantástico grupo Arrivederci Lola. Dos semanas después precintaron el local. Aquel jueves respetamos rigurosamente el horario (a las doce en punto dejamos de actuar) y los decibelios, Arrivederci sonó impecablemente, así que sólo me restó atribuir el cierre a los ecos indigeribles de nuestras canciones.

Sin embargo hay gente que desafina más que nosotros, pero no practicando sus aficiones, sino su oficio. La Junta Municipal de Distrito Centro lleva casi tres años sin dar una licencia a la plaza de las Artes a pesar de que la familia propietaria ha cumplido con todos los requisitos de insonorización y burocracia administrativa en los plazos y abonando las cantidades estipuladas. El Ayuntamiento aduce incompatibilidad horaria, pues no hay una normativa reguladora de todas las actividades desarrolladas en la sala. El propio concejal de Centro, Luis Asúa, confiesa que debe cambiarse la ley pero, mientras tanto, los actores, los músicos, los magos, los payasos, los cineastas, los poetas, los pintores, los escultores y los humoristas que hemos actuado allí no podremos seguir haciéndolo.

El sábado se convocó una manifestación en la Puerta del Sol para protestar por el cierre arruinador de uno de los lugares más heterogéneos, originales, agradables y prometedores del panorama cultural madrileño. En 19 meses la plaza de las Artes había organizado 506 funciones representadas por 290 compañías, grupos y artistas. Resulta que este bar, restaurante y sala responsable de una inmensa diversidad de exhibiciones artísticas, en lugar de ser primada por su vocación multidifusora es marginada legislativamente. El limbo legal donde pena este espacio es un blanco vulnerable a las protestas de los vecinos, quienes alegan que el ruido de los espectáculos les ha convertido en orfidaldependientes. Es innegociable el derecho de los habitantes de Lavapiés a dormir sin sedantes ni tapones, pero también es intolerable el desamparo legislativo que ha hecho perder el juicio a la plaza de las Artes, defensora de la cultura, frente a las declaraciones mucho más conmovedoras de unos conciudadanos con ojeras.

Los artistas y quienes intentamos no dañar irreparablemente el tímpano, no sólo de los vecinos, sino del público amigo que acude a escucharnos, andamos escasos de recintos donde presentar nuestras verdaderas vocaciones. Las normativas relativas a los ruidos y los horarios, cada vez más severas, han atemorizado a la mayoría de los dueños de lugares con espectáculos en vivo que, o han decido suprimirlos, o nos ruegan durante la prueba de sonido no golpear muy fuerte la caja de la batería ni quitarnos el reloj durante la actuación para controlar la barrera de la media noche. La policía es el contrahechizo que amenaza con convertir nuestros amplificadores en calabazas tras la duodécima campanada. Pero hoy no sólo siento la clausura de la plaza de las Artes (y de cualquier local que ofrezca la oportunidad de expresarse artísticamente, mejor o peor) por la pérdida de una magnífica sala, sino por su gente. Aquel trece de octubre, cuando Los Flojos y Arrivederci Lola descargábamos los equipos a media tarde y comenzábamos a ecualizarnos, enseguida sintonizó con nuestro entusiasmo Mariano, quien se encargó con una celeridad, profesionalidad y buen humor difícilmente encontrable en otros garitos, de que sonásemos como nunca. Tanto Mariano como su hermano, dedicado a servirnos copas gratis detrás de una barra mientras hacía imposibles trucos de magia con una baraja, son hijos de Pablo Esteban, un argentino que llegó a España en los años ochenta huyendo de la dictadura de Videla. Pablo es fotógrafo y químico y Mariano también actúa como humorista y payaso en varios locales de la ciudad.

A ratos parecía que aquella familia se ilusionaba tanto como nosotros con el inminente espectáculo. Estaban orgullosos y satisfechos de haber creado en Madrid un recinto para dar cabida a todo aquello que ellos entendían, necesitaban y amaban como nadie. Una sala donde nuestra banda, como el resto de la gente que había pisado ese escenario, pretendía volver. Un espacio para artistas regentado por artistas, sí, sí, han oído bien y, quien no, que se quite los tapones.

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