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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Tim Robbins: alma de vaquero

"Crecí en Nueva York, pero mis raíces son de 'cowboy". Tim Robbins, uno de los grandes del cine norteamericano, es un luchador, comprometido con las ideas progresistas. Ahora podemos verle en una película española, 'La vida secreta de las palabras', de Isabel Coixet.

Vicente Molina Foix

Llega la camarera con una tortilla de patata que se sale del plato y una respuesta: "Tenía usted razón, señor Robbins, el Guernica ya no está en el Prado". Tim Robbins está desayunando copiosamente a las once de la mañana en un hotel de la Gran Vía madrileña; sin afeitar, pero con muy buena cara, enfrascada en el periódico. Sin darme tiempo a preguntarle yo nada, es él quien pregunta: "Tuvieron que proteger el cuadro con una mampara antibalas, ¿no es así? Yo lo vi en el Prado, pero ya me parecía que lo habían cambiado de museo. ¿El Reina Sofía? Voy a buscar un rato para ir a verlo otra vez".

Antes de entrar en La vida secreta de las palabras, Tim Robbins insiste en el tema de España mientras devora la gran tortilla y pide a la camarera museística más café americano y zumo de naranja: "Estuve en España en 1985 y me gustó; pero, no sé, me parecía aún ver en las caras de la gente rastros de otra España, la del pasado. Este año, que he pasado aquí más tiempo, mientras rodaba con Isabel [Coixet] y ahora en el estreno, he visto un país liberado, la gente muy esperanzada, algo que a mí mismo me da esperanza. En España hay por todas partes una palabra que puede ser dicha. Lo contrario de lo que sucede actualmente en mi país, donde el Estado controla cada vez más los medios de comunicación, hay miedo, y se dan bastantes casos de intimidación a los artistas que denuncian la política un tanto fascista de la Administración de Bush. Hay una imagen española que nunca he olvidado: los fotógrafos y cámaras de televisión dando la espalda a los miembros del Gobierno para protestar por la muerte de un compañero suyo en Irak".

Se refiere, por supuesto, al 'caso Couso', el cámara deliberadamente asesinado en el hotel Palestina de Bagdad por las fuerzas ocupantes norteamericanas, y a una de las más visibles protestas contra el Gobierno de Aznar, vilmente pasivo en ese asunto. Da gusto hablar con una estrella tan curiosa de la realidad ajena y tan activa en la propia, pero esta mañana, a punto de acabar ya la tortilla gigante, a mí me interesa saber el trasfondo de un personaje, el Josef de la película de Coixet, del que el espectador conoce pocos datos y al que el actor, con su extraordinaria interpretación, aporta tantos.

"Bueno, yo concibo a Josef como un tipo errante, aunque con buena formación. Una de esas personas que nunca han logrado asentarse, siempre de un lado para otro, y que enseguida se aburre. Lo ha hecho todo, y ha hecho de todo; no sólo el trabajo en el que le vemos, en la plataforma petrolífera. Josef trabajó antes en un rancho, de camarero en restaurantes de carretera, ha probado en más de una ocasión las drogas… Es un gourmet, aprecia la buena comida y el buen vino, pero también le atraen los trabajos rudos, arriesgados: la perfecta combinación de un cowboy y un maître de gran hotel. Le imagino como un duro que ha leído mucho, inestable, orgulloso, solitario, algo así como Jack Kerouac; de hecho, releí su novela En la carretera antes de hacer la película. Josef sería la quintaesencia del vagabundo del Medio Oeste, y en ese tipo de personas, el peligro, claro, es que, acostumbrado a vivir para ti mismo, un día te das cuenta de que tienes ya 40 años y sigues solo".

Es muy revelador escucharle, pues resulta evidente que el riquísimo poso que Robbins le da con miradas, gestos, palabras y silencios a su personaje procede de ese previo trazado personal, del que, me confiesa, ni siquiera hizo partícipe a la directora de la película, algo que la misma Coixet, en un bonito texto, 'Tim and me', publicado en la revista Club Cultura, confirma: "Algunas cosas están mejor en el aire, sin ser pronunciadas". Hoy, Tim sí las pronuncia.

"Estas cosas es la primera vez que las digo. Me preguntas por el secreto de Josef…, claro. Había que conocer, en un personaje de tal dureza y tal refinamiento, la causa de la gran tristeza que hay en él; averiguar de dónde surge el dolor que siente, aquello que le ha producido el daño. Y ese secreto es la violencia. Se habla mucho de cómo la gente se ve afectada por la violencia, y cualquiera de nosotros sabe lo que significa que te peguen. Todo eso está en el centro de la película de Isabel, que ha hecho, por cierto, un magnífico trabajo a partir de su guión, también magnífico. Pero a mí me interesaba saber cuál es el daño que produce pegar a los demás. Ése es para mí el secreto de Josef: cuando era joven se metía a menudo en peleas, y muchas veces pegó a la gente, y disfrutó pegando. Y ahí está la pregunta: ¿qué daño deja en el alma pegar a los demás?".

La vida secreta de las palabras ahonda en ese fondo violento, contrapuesto a una imagen de gran potencia: la alusión recurrente al libro Cartas de la monja portuguesa, un pequeño clásico del siglo XVII escrito realmente por monsieur Guilleragues, aunque atribuido a la monja del convento de Beja Mariana Alcoforado, seducida y abandonada por el conde Chamilly, un capitán de los ejércitos franceses que luchaban en Portugal. Isabel Coixet dota al personaje casi invisible, pero determinante, que interpreta Leonor Watling de la elocuencia lírica de esas cartas de amor no correspondido, en la película convertidas en mensajes a un contestador telefónico.

"Josef y esa mujer se aman, pero el marido de ella es un buen amigo de Josef, y, al morir en el accidente de la plataforma, a Josef le entra la terrible sensación de que él le ha matado, y decide acabar con la relación, abandonarla. Antes de la despedida, los dos amantes han debido de hablar sobre lo mal que se sienten por ese engaño, y Josef, el más decidido de los dos, le regala a ella las Cartas de la monja portuguesa, en un gesto que representa la desesperación que para ambos, para él también, significa dejar su historia. Y de algún modo, a través de la relación que Josef va estableciendo después con Hanna [Sarah Polley], él descubre una vía hacia el futuro. Yo creo que Josef quiere morirse por dentro para luego recomenzar".

Imposible no recordar a Robbins en dos de sus brillantes encarnaciones de canalla, el productor homicida de El juego de Hollywood (The player) y el policía dispuesto a acabar con la vida de un perro en Vidas cruzadas (Short cuts), dirigidas ambas por Robert Altman. Pero aunque sólo sea por la proximidad en el tiempo, me quedo sobre todo con sus tres grandes papeles de hombre atormentado, alguien con un pasado turbulento, en Mystic River, La guerra de los mundos y ahora La vida secreta de las palabras.

"Sí, hay una psicosis en esos personajes, de manera más clara en los de Mystic River y La guerra de los mundos, pero yo trato de que cada uno sea diferente. Los tres tienen esa conexión, y en realidad yo diría que todos los papeles que interpreto la tienen. Para mí, como te he dicho antes, es muy importante encontrar siempre el secreto del personaje, llenando mi cabeza con los detalles del pasado de ese individuo, lo que le ha ido pasando en los últimos tres días o treinta años. Intento darle a mi interpretación toda la información posible sobre el personaje y los secretos que se esconden en su pasado. En Mystic River, mi personaje, Dave Boyle, arrastraba a sus espaldas treinta años de furiosa angustia; el Harlan Ogilvy de La guerra de los mundos, tres días de locura y muerte".

Hace algunos años pude ver un excelente largometraje documental titulado The typewriter, the rifle and the movie camera (La máquina de escribir, el rifle y la cámara de cine, 1996), que me sorprendió. Producido por Tim Robbins, que hacía también de narrador y entrevistador, el documental trataba sobre uno de los más grandes directores del cine americano, Samuel Fuller, durante años considerado filofascista por cierta crítica francesa y española. Yo (entre una multitud de admiradores de películas como La casa de bambú, Corredor sin retorno o Una luz en el hampa) nunca creí que lo fuera, pero no dejaba de ser extraño el homenaje viniendo de un liberal en el sentido norteamericano de la palabra; es decir, un progre del calibre de Tim Robbins.

"Esa leyenda de belicista de extrema derecha…", dice Robbins. "¡Qué mentira! Yo creo que el tiempo cambiará esa percepción de Sam Fuller. La gente pone etiquetas, muchas veces erróneas. Yo mismo; se suele creer que sólo soy un progresista iracundo [angry liberal]… Sam era un grandísimo cineasta y una persona formidable, muy honrada. Me contó que le habían dado una vez un premio de tipo humanitario, y Sam [Tim le imita con voz rauca y recia, como si llevara en la boca el cigarro habano que era el apéndice natural de la de Fuller] fue a recogerlo, pero no se calló: 'A mí, que hago melodramas y filmes de guerra repletos de acción, me dais un premio humanitario… Si queréis algo humanitario de mí ¡quedaos con mi apartamento!'. Cuando se estrenó Casco de acero, la muy derechista Legión Americana le atacó por comunista, mientras que el periódico comunista The Daily Worker dijo que la película podría haberla firmado el general Douglas MacArthur [el dudoso héroe militar del Pacífico]. Tengo una admiración enorme por los iconoclastas, las personas que nadan siempre a contracorriente, como Fuller. Tal vez sea por mis antecedentes familiares. Mis bisabuelos y mis abuelos paternos fueron colonos en el Oeste americano; mi abuelo creció en una cabaña de madera, y su padre fue al Oeste en un carromato para establecerse allí. La familia de mi madre venía del sur de Misisipi, pelearon con los indios y se asentaron después en Misuri. Esa idea que hay de mí como progresista iracundo neoyorquino… Es cierto que crecí en Nueva York, pero mis raíces son de cowboy".

Raíces y pinta. Tim Robbins mide casi dos metros muy bien plantados; tiene un andar recio, pero elegante; cara (a sus 47 años) de Billy el Niño, y en los días madrileños iba siempre vestido de negro y con sombrero negro de ala corta. Los norteamericanos, tan dados a los récords, señalaron, a raíz de su premio por Mystic River, que era el actor más alto jamás galardonado con un Oscar.

"Entiendo muy bien la estética del western: tipos aislados siempre viviendo al margen, entre la civilización y el desierto, y que tienen que forjarse ellos solos su futuro, actuando a menudo como rebeldes. Ahí, de nuevo, Sam Fuller era un ejemplo; alguien que, por sus comienzos como reportero en los periódicos, quería siempre contrastar la naturaleza de sus relatos en busca de autenticidad, cuestionando las fuentes, sin someterse a los poderosos, ni siquiera al halago de una buena crítica. Contar una historia con honradez y verdad, tal era el lema de Fuller, y yo trato de seguirle, evitando ceder a esa seducción del poder que puede comprar la verdad. También a mí, por cierto, me dieron hace cinco años un premio en el sur de California, el Premio Upton Sinclair, que no era cinematográfico, sino por, digamos, mi activismo social. Fui a recogerlo sabiendo lo que me esperaba en una sala llena de seguidores del Partido Demócrata y gente que había participado en la reciente campaña de Gore. Yo defendí y voté en esas elecciones tan dramáticas al candidato independiente Ralph Nader, algo por lo que mucha gente de izquierdas y amigos de Hollywood me criticaron duramente. Pues bien, en California hice un discurso desafiándoles, y recordando al público que Upton Sinclair [novelista norteamericano de ideas socialistas y antifascistas] se presentó en los años treinta como candidato demócrata a gobernador, pero el aparato del partido, desconfiando de su independencia, le trató como yo creo que trataron a Nader: difamándole, acosándole, condenándole al ostracismo. Sé muy bien lo que la élite progresista quiere oír, igual que sé aquello que los conservadores de derechas prefieren no escuchar en mi país. Por eso, en vez de decirles a quienes me habían premiado lo maravillosos que eran, hablé de que todos, progresistas y reaccionarios, somos capaces de comportarnos mal, y lo importante es reconocer los errores y falsedades evitando el tipo de argumento adulador y auto-complaciente. Los grandes discursos que yo he oído en mi país eran lo contrario de eso; por ejemplo, los de Martin Luther King".

Tim Robbins saca tiempo de no se sabe dónde para interpretar (ocho películas desde Mystic River, que es del año 2003), dirigir y producir teatro con su propia compañía, The Actors' Gang, y componer, cantar y dirigir también películas (cuatro hasta la fecha). En la que yo prefiero de las suyas, Abajo el telón (The Cradle Will Rock), Robbins, dirigiendo -en este caso sin actuar él- a un elenco impresionante (Vanessa Redgrave, Bill Murray, Susan Sarandon, John Turturro, Emily Watson, Rubén Blades…, entre otros grandes actores), rescata, con ciertas trazas de musical épico, un fascinante episodio de la Norteamérica de los años treinta, en el que el paro, las luchas sindicales, las iniciativas socialmente avanzadas del presidente Roosevelt se mezclan con una histórica leyenda artística, el Proyecto del Teatro Federal, codirigido por Orson Welles, que es (al lado de Nelson Rockefeller, Diego Rivera, Frida Kahlo o Margarita Sarfatti) uno de los personajes de Abajo el telón.

"¿Yo y Welles?", reflexiona Robbins. "Bueno, no soy como Robert Altman, que suele decir: 'Después de Orson Welles, el único dios del cine soy yo". [Risas y aclaraciones: yo no trataba de comparar a Robbins con Welles, sino saber cómo le situaría en la estirpe de luchadores solitarios que tanto admira]. "En eso, claro, Welles fue una figura extraordinaria. Siguió siempre su propia senda, y fue un provocador desde que tenía 20 años, diciéndole la verdad a los poderosos en la cara, y diciéndosela del modo más rudo. Si se piensa en el atrevimiento de Ciudadano Kane, el retrato despiadado del multimillonario William Randolph Hearst, y ese final del trineo y Rosebud [capullo de rosa], que era la palabra familiar de Hearst para el clítoris de su amante Marion Davies… ¿Destruyó Hearst a Welles en venganza? Tal vez, pero a mí, 50 años después, no me han puesto las cosas nada fáciles con Abajo el telón. En el Reino Unido y Francia apenas se vio, nunca se distribuyó en Australia, y en Estados Unidos no ha salido en DVD. Con el reparto que tiene… Para mí, algo huele mal. Ahora está pasando lo mismo con mi nueva película, Embedded [Empotrados, adaptada de su propia obra de teatro sobre la guerra de Irak, aún por estrenar en Europa]. La mayor parte del dinero de la producción salió de mi bolsillo, y tengo graves problemas de distribución; las grandes cadenas de venta de películas en DVD no la quieren en sus estantes. ¿Por calidad o por política?".

Tim Robbins vuelve siempre al teatro desde el cine, o viceversa. Hace un papel en Embedded, y llevó la función a Londres, a Los Ángeles, a Nueva York y de gira por varios Estados americanos: "El 25% del público la odiaba, y el resto venía al final a agradecerme el espectáculo".

"Hacer una película es como criar a un niño durante dos años: demasiado tiempo para mí. Por eso prefiero el teatro. En los últimos cinco años he producido doce espectáculos, escrito dos y dirigido tres. Una función teatral requiere menos dedicación, y es más viable. Puedo también hacer una producción cinematográfica de gran presupuesto, y trabajar bajo esa enorme presión; soy, en ese sentido, un excelente general. Pero como soy igualmente una persona sensata, lo que no haría es coger 20 millones de dólares y ponerme a experimentar con la cámara de cine. Mi laboratorio es el teatro".

Le pregunto por algo que siempre me intriga en los actores que un día se ponen a dirigir. ¿Cambian cuando interpretan? ¿Dirigen de un modo distinto a como lo hacen los meros cineastas? "Bueno, sí, dirigir cambió muchas de mis percepciones de actor. Me hizo, por ejemplo, más eficiente. Cuando se es sólo actor, uno no se da cuenta de la importancia que en el cine tienen cinco minutos. No hacer esperar al equipo. Muchos actores están en su roulotte perdiendo el tiempo, fumándose un cigarrillo. Vienen a llamarles para rodar. 'Sí, ahora voy, me tomo antes un café', y tardan casi una hora. Cuando eres director sabes que sólo dispones de un tiempo limitado, y hay que apresurarse. Cinco, quince minutos son a veces esenciales, pues te pueden permitir dos tomas más. Los actores que llegan tarde no sólo joden a los demás, sino que van contra su propia interpretación, que de ese modo tendrá menos tiempo para desarrollarse o corregirse. Desde que dirijo películas, siempre soy puntual, llego al plató con mi diálogo aprendido, trato de concentrarme al máximo, y mi actitud respecto al director es: ¿cómo te puedo ayudar?; sé lo difícil que es tu trabajo, ¿qué quieres que haga para que la toma salga mejor y más rápidamente?".

Como Tim Robbins es, además de director de gran empeño y animal político, una estrella, su vida privada también tiene público. Está casado con la actriz Susan Sarandon, a la que dirigió en su película más célebre, Pena de muerte (Dead man walking), y con quien tuvo dos hijos; es, más que amigo, colega, en el sentido castizo de la palabra, del excelente actor John Cusack; siente pasión no tanto por el béisbol en sí, sino por su equipo, el Mets de Nueva York, y lleva un diario. Esto último me da curiosidad, y quiero saber si esa mañana, antes de atacar la tortilla, ha escrito algo.

"Hoy, no; pero anoche, sí: dos letras de canciones. Cuando estoy fuera de casa, lo que escribo, sobre todo, son letras o versos sueltos para una canción. Anoche llegué tarde al hotel, y estando ya en la cama, a punto de dormir, se me ocurrió el comienzo de una. Odio que esas palabras que me vienen a la cabeza en la cama sean buenas; soy más feliz si son una mierda, porque así puedo dormir tranquilo. Anoche estaba muy cansado y realmente quería dormir, pero entonces pensaba: 'El verso es bastante bueno… No importa, me duermo. ¿Y si se me olvida? Bueno, no, si es tan bueno como crees, no te preocupes, mañana lo recordarás. ¿Y si no lo recuerdas? Es condenadamente bueno, tiene ritmo, vibra, y el giro de la frase es muy nuevo'. Me levanté y escribí en una hoja del hotel, y así seguí casi una hora. ¿Que cómo empezaba? Bueno, ahora realmente no me acuerdo; lo escribí, lo tarareé un poco, pero como no viajo con guitarra, la canción no está hecha, y se me olvida. [Teclea con los dedos en la mesa, canturrea por lo bajo, hace memoria]. 'No hay modo de que me quieras…', el arranque era algo así; bastante mejor que eso, espero. Cuando la pruebe con la guitarra quizá no funcione, o ya no me guste. Desde luego era una canción de amor, como todas. Siempre escribo de lo mismo: el amor, sus peligros, sus finales, y también sobre alguna forma de rebelión. Lo curioso es que, al escuchar o volver a cantar mis viejos temas de amor, recuerdo lo fastidiado que estaba al escribirlos, pero nunca tengo ni idea de quién fue la mujer que me inspiró la canción. No sé la fecha ni guardo las notas, sólo recuerdos, y eso me quita el sentido de culpa por escribir tantas canciones de ruptura y reproche amoroso y no saber a quién se refieren. Ya no tratan de nadie en particular, sino del sentimiento que tuve entonces. Así que si mi esposa me está escuchando y me pregunta: '¿Quién era esa mujer que tanto te rompió el corazón?', le puedo contestar sinceramente: 'No lo sé, de verdad. Sólo me acuerdo de que sentí eso una vez, pero no por quién. Y desde luego no es sobre ti".

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