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Enemigos fuera, enemigos dentro

Leo en el periódico la historia de un adolescente norteamericano que, tras muchas vueltas, consiguió averiguar quién era su padre biológico, quién había donado el esperma con el que su madre había sido inseminada. No lo hizo por dinero, no por heredar; sólo quería saber quién era él, y para eso necesitaba saber quién lo había generado. Ese joven luchaba por su identidad. Recuerda a aquella otra historia del niño criado por pastores y que un día se echa al camino para conocer quién es; la titularon Edipo Rey.

Y esos jóvenes franceses de origen árabe, ¿por qué luchan? ¿Queman coches por placer? También. Siempre ha sido así, nuestra especie confió a los machos jóvenes una bomba de testosterona, y por eso se les enrolaba en un ejército al llegar a esa edad, para domesticarlos y para canalizar esa agresividad fuera de la comunidad. Sí, los machos jóvenes, si se cruzan con su padre en un camino, se miden con él y lo matan, para reinar. Al menos eso cuenta el Edipo. ¿Pero no luchan por su exclusión social, su marginación económica? Sí, claro, pero sobre todo luchan por existir, por su identidad. Porque tropiezan contra un muro hecho de ideología nacionalista, un muro que no los reconoce como seres con dignidad y los niega.

Francia fue un experimento social, antes que la URSS intentó crear un "hombre nuevo". No bastó propugnar y extender los derechos y deberes del ciudadano, los ingenieros de la revolución imaginaron un espécimen humano nuevo, modelado por una cultura programada, y el territorio nacional como un espacio único, planificado y homogéneo, habitado por ciudadanos iguales y también idénticos. La agresividad chovinista la ilustraron Napoleón y sus soldados, la xenofobia la padeció Dreyfus y luego los demás judíos deportados bajo la ocupación nazi. Todo un Estado empapado de ideología nacionalista creó con sus instrumentos, la escuela y el ejército, generaciones de ciudadanos con una conciencia nacional muy alta, muy definida y marcada. Independientemente del peso que Francia tenga en el mundo, en la cabeza de gran parte de los franceses existe la grandeur.

El programa ideológico de la Ilustración, junto con la experiencia revolucionaria de los puritanos ingleses, dio la constitución y los Estados Unidos norteamericanos; el mismo programa ideológico realizado sobre el Estado centralizado borbónico dio el estado nación francés y su cultura nacional. Ese nacionalismo, en su día, fue una respuesta racionalizadora moderna, modelo para otros Estados; hoy, en cambio, se muestra como una verdadera cárcel invisible en la que está encerrada la sociedad francesa. La integración de personas tan distintas racial y antropológicamente no es tarea fácil para ninguna sociedad, y el multiculturalismo de catecismo aún puede dificultar más las cosas, pero la cultura nacional francesa cartesiana e incapaz de comprender lo diverso se muestra no sólo como un instrumento obsoleto, sino como un verdadero estorbo. Francia debe cuestionar y repensar su cultura nacional o se obsesionará con el enemigo exterior, los virus que se infiltran en el cuerpo nacional.

El nacionalismo español es el caso casi contrario al francés, no teme a los virus de fuera, ve a una parte de su cuerpo nacional como corrompido por un tumor. Ya que en su momento histórico no consiguió realizar su tendencia a la uniformidad interna y alberga dentro una diversidad nacional, ha generado una xenofobia hacia dentro, hacia las comunidades que no se han disuelto en un todo homogéneo.

Hoy, como ayer, este anticatalanismo obsceno es otra manifestación del nacionalismo de la "Una, grande y libre". Y en ese nacionalismo integrista se unen los intereses económicos más descarados con el discurso de la extrema derecha de siempre; o sea, los de siempre. No es extraña esta secuencia de hechos, que el ataque a una operación financiera se continúe con el boicot a los productos catalanes, el boicot a la reforma del Estatuto y que tenga como corolario una manifestación nacional católica.

En el pasado debate en el Parlamento sobre la reforma del Estatuto catalán, el presidente invocó al centro-derecha. Pero el centro-derecha no estaba allí; de hecho, está desaparecido. Nos llevamos mal con nuestra memoria colectiva, actúa en nosotros en forma de miedo paralizante, pero en cambio no la utilizamos de modo consciente para comprender lo que nos ocurre: la ideología del nacionalismo casticista radical, la extrema derecha, rompió en su día a la UCD y propició un intento de golpe de Estado luego.

La UCD, aunque sin ideología coherente que le diera base, creó una cultura política de la conciliación, el reconocimiento del contrario y de la diversidad nacional de España. Quien quiera conocer, recordar, tiene las hemerotecas. El reconocimiento de derechos políticos a los ciudadanos le acarreó a Adolfo Suárez problemas serios con los sectores más reaccionarios del Estado, pero lo que desencadenó la campaña de agitación del odio y la división civil fue la cuestión nacional. Hasta tal punto que una consecuencia inmediata del intento de golpe del 23-F fue la inmediata LOAPA, el café para todos que ocultase la realidad de las nacionalidades.

No hay hoy riesgo de golpe de Estado; sin embargo, la campaña de odio es la misma y el discurso, el mismo: la invocada unidad de España hace tres años era odio a los vascos, y ahora, el odio a los catalanes. Boicot, boicot a todo. Para que reviente la máquina. Y bien, quizá la campaña de la ultraderecha y el boicot parlamentario del PP logren que el Gobierno no consiga cuadrar el círculo, asegurar la única unidad de España posible: igualdad de derechos y deberes de todos los ciudadanos y reconocimiento de las identidades nacionales. Quizá no. Pero en ese caso corresponde preguntarse qué va a pasar con Cataluña. Y con España.

Cataluña es una sociedad profundamente cívica; gustará o no la cultura nacional dominante en ella, pero no hay duda de que tiene una gran cultura cívica y un profundo sentido de la dignidad colectiva. Y por eso Cataluña estuvo en la vanguardia de la lucha contra el Régimen y fue determinante, luchaban para existir como ciudadanos y como país. Eso querían entonces. Cataluña ha optado en estos años por el diálogo para que fuese reconocida su existencia nacional, para ser aceptada por los españoles, por España. Este episodio en que estamos es una nueva vuelta de tuerca. Los políticos catalanes habrán sido más o menos hábiles, tenido más o menos miras, pero son los representantes de los catalanes, merecían respeto ellos y sus propuestas, había que escucharlas. Y fueron despreciados. Y no, definitivamente no es por dinero. Todos discutimos por dinero, unos reclaman y otros no quieren soltar, pero las discusiones por dinero, los negocios, se solventan negociando. Por lo que lucha Cataluña es por lo que todos, por su identidad.

La derecha española, que es marginal en Cataluña y eso hace que no sienta responsabilidad alguna con ella, ha ofendido gravemente a la ciudadanía catalana, ese mal ya está hecho. Pero si en esta ocasión falla el entendimiento, la mayoría de los catalanes concluirán que a Cataluña no se le permite hacer nada en España ni Cataluña tiene nada que hacer en España. La sociedad catalana es prudente, calculará todo, reflexionará, eso en la superficie, pero por debajo nadie podrá evitar que la amargura se apodere de ella. No sé qué podrá salir de ahí, pero cuando alguien se siente acorralado, sólo le queda la parálisis y la autodestrucción nihilista o la ruptura desesperada. Ambas partes tendrán que hacer el esfuerzo de la responsabilidad.

¿Y España? ¿Qué será de España? Si repudian a los catalanes y su Gobierno, si boicotean sus productos, es que quieren echar a Cataluña de España. Pero una España sin Cataluña sólo es "su" España, la de aquellos generales que quisieron hacer "de Bilbao una fábrica, de Madrid una capital y de Barcelona un solar". La nuestra es otra, la de todos.

Suso de Toro es escritor.

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