El dictador
"Aunque nada pueda devolverte aquel tiempo del esplendor en la hierba y la gloria de las flores, no debes dolerte por ello; en la belleza que quedó atrás tienes que encontrar toda la fuerza". La gente de mi generación difícilmente podría recitar estos versos de William Wordsworth. Treinta años han pasado, treinta veranos, treinta largos inviernos desde la muerte del dictador. A Franco lo juzgará la historia, afirman aún sus adictos; pero, de hecho, el juicio ya lo ha emitido el espejo corrosivo del tiempo donde su imagen va adquiriendo la forma de un esperpento aciago a medida que se aleja en el recuerdo. Desde esta altura de la vida uno vuelve la mirada y no encuentra en aquel espacio gris de la dictadura ningún esplendor donde agarrarse, salvo que en medio de un país aplastado por la miseria política, nuestra juventud estaba diluida en los placeres de la naturaleza y pese a todo nos creíamos inmortales. El día en que enterraron a Franco una niña se hallaba en un desván, que olía a manzanas y desde allí oía la voz de un cardenal que por la radio recitaba las exequias del muerto en la plaza de Oriente. Un tembloroso adolescente a su lado le pasó el cigarrillo para que diera la primera calada y el humo envolvió también el primer beso y las primeras caricias con que la niña se inició en el amor, mientras el sonido del funeral llegaba hasta el desván desde el jardín donde brindaban sus padres con unos amigos. Treinta años han pasado. A partir del momento en que una losa de mil kilos cubrió los despojos del dictador, el azar comenzó a gobernar los sueños de aquella niña, lejos ya de la voluntad del tirano. Su cuerpo espigó en la transición, tuvo otros amores en medio de la libertad y puede que hoy esa mujer asocie la dulzura del pasado al perfume de manzanas que dio sepultura a aquel terrible difunto. En cambio, nuestra generación, vuelve hoy la mirada atrás sin ira y sólo halla un espacio color ala de mosca poblado de guardias desdentados, trenes desolados, aulas con olor a orín escolástico, ventanillas mugrientas, fritangas de calamares y chorizos banderilleados por un mondadientes, sabañones que luego se convirtieron en anillos de oro de la especulación y la paciencia infinita de las madres ibéricas que limpiaban los mocos a sus niños en la sala de espera de los hospitales. Nada podrá devolvernos a nosotros el tiempo del esplendor en la hierba y la gloria de las flores. Ésa es la miseria del franquismo, el que nos haya arrebatado también la dulzura de la memoria.
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