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Columna
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La tinta del chipirón

Como es sabido, los chipirones, esos pequeños cefalópodos que, una vez preparados, constituyen uno de los platos más afamados de nuestra gastronomía, se defienden de sus depredadores despistándolos con su conocida tinta, capaz de enturbiar todo lo que les rodea. Además, dicha tinta, en crudo, es tóxica, cualidad que pierde al ser tratada y calentada en los fogones de nuestras cocinas. Pues bien, desde hace algún tiempo, el comportamiento de una parte de la clase política de este país tiende a parecerse cada vez más al de los chipirones: en vez de enfrentarse a sus adversarios ejercitando la razón y presentar a la ciudadanía argumentos sólidos que avalen sus ideas, lanzan tinta venenosa a su alrededor intentando impedir cualquier intento de debate racional.

Hace unos días, leí con cierto estupor (EL PAÍS 8 de noviembre) la noticia de la reclamación de Rajoy para que se aclare si ETA tiene algo que ver con el Estatuto catalán. Esta curiosa forma de hacer política, inaugurada por Aznar, Zaplana y Acebes tras el atentado del 11-M al reclamando a los cuatro vientos la necesidad de aclarar la participación de ETA en aquél terrible suceso, parece que ha calado en las filas del PP: yo enturbio las aguas y luego exijo a los demás que las aclaren. Las posibilidades de una táctica como ésta se me antojan infinitas: ¿por qué no exigir que se aclare la relación del Estatuto catalán con Fidel Castro, con las revueltas de estos días en los suburbios de Francia o, mejor aún, con el cambio climático?

La táctica del chipirón parece haber gustado en las filas del PP y en los medios de comunicación más afines al mismo. Basta con observar la batería de declaraciones pronunciadas estos días en torno al proyecto de ley de Educación: la acusación que se hace al Gobierno no es que la religión deje de ser materia evaluable, sino algo mucho más gordo y que, se mire como se mire, no hay manera de relacionarlo con el mencionado texto legal: se plantea, nada más ni nada menos, la ausencia de libertad de enseñanza y de libertad religiosa. Ahí es nada. Y el problema es que, una vez lanzada la acusación, son los interpelados los que parecen obligados a demostrar lo contrario. Y así, este país se va convirtiendo poco a poco en un cenagal en el que, en vez de discutir sobre la realidad, se pierde el tiempo en responder a cosas cada vez más absurdas, pero que algunos han decidido que es imprescindible aclarar.

Por si todo esto fuera poco, tras las extravagantes acusaciones vienen las encuestas de opinión: "¿Cree usted que está en peligro la unidad de España? ¿Le parece que la Ley de Educación vulnera la libertad de enseñanza? ¿piensa que ETA puede estar detrás del proyecto de Estatuto catalán?". Me imagino la cara de asombro que la mayoría de los encuestados pondrían ante semejantes preguntas si fuera la primera vez que oyen esas afirmaciones, si previamente no hubieran sido bombardeados por declaraciones altisonantes, mil veces repetidas en los medios de comunicación, orientadas a sembrar la confusión. Pero, como una mentira repetida hasta la saciedad acaba adquiriendo cierta apariencia de veracidad, las encuestas recogen siempre la existencia de un 30% ó un 35% de gente que dice creer que sí, que a lo mejor algo de eso puede estar pasando. Y entonces, para cerrar el círculo, los autores del disparate se ven cargados de nuevos argumentos: "Un nada despreciable porcentaje de ciudadanos cree que se está rompiendo España", o "millones de personas piensan que se está vulnerando su libertad religiosa".

No sé si fue la soberbia y el orgullo herido de Aznar tras la pérdida de las elecciones lo que puso en marcha este peligroso juego, o si el mismo fue inventado en algún gabinete de ideas cercano a la calle Génova. Pero, en todo caso, cuanta más tinta siga expandiéndose para enturbiar el ambiente y confundir a la opinión pública, más envenenado estará el panorama político. Mal asunto.

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