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Columna
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Religión y concierto

La manifestación celebrada el pasado sábado en Madrid contra el proyecto de la Ley Orgánica de Educación (LOE) -encauzado ya a través de su tramitación parlamentaria- estuvo a la altura de las expectativas albergadas por las organizaciones sociales, formaciones políticas e instituciones eclesiásticas que la habían convocado de forma solidaria. Esos llamamientos en paralelo se solaparon entre sí a fin de borrar en la medida de lo posible la pista de la común inspiración originaria. No resultaba demasiado difícil, sin embargo, identificar los centros de imantación de todas las iniciativas: de un lado, el principal partido de la oposición, resuelto a desgastar al Gobierno socialista mediante cualquier procedimiento abrasivo a su alcance; de otro, la Conferencia Episcopal, obsesionada por equiparar la catequesis de religión católica con las matemáticas como asignatura evaluable y por asegurar a las congregaciones religiosas situadas al frente de colegios financiados con dinero público el control de la selección del alumnado.

El bombardeo callejero de la LOE -los pareados ripiosos y las pancartas insultantes no son monopolio de la izquierda- castigó otros blancos colaterales; la amplitud de los objetivos seleccionados perseguía también la meta de disimular las líneas de fuerza del campo magnético de la protesta. La obvia denuncia del fracaso escolar en España trató de dignificar con su irrebatibilidad universal el carácter particularista de las reivindicaciones de la Iglesia y el PP, a la vez que descargaba por implicación sobre la LOE la responsabilidad de condenar a los alumnos -de forma consciente o involuntaria- a convertirse en borriquitos semejantes al jumento evocado musicalmente desde los altavoces y presente de carne y hueso en la manifestación. Dada la ejecutoria dominante, sectaria y excluyente de la Iglesia católica como madre y maestra de la educación en España hasta tiempos cercanos, la pretensión eclesiástica de encabezar ahora una cruzada por la modernización de la enseñanza constituye un sarcasmo y una provocación. Con su adhesión a esa disparatada consigna, el PP continúa navegando entre el dogmatismo y el oportunismo.

La bizantina discusión sobre los mínimos y los máximos que deben alcanzar los contenidos comunes impartidos en todo el ámbito estatal permitió a los organizadores de la marcha descalificar a la LOE como una pieza de los planes del Gobierno socialista para romper la unidad de la patria. En el terreno propiamente pedagógico, la mayor permisividad del proyecto para que los alumnos suspendidos pasen al siguiente curso y la doble renuncia a la prueba de reválida del bachillerato y a los tempranos itinerarios discriminadores de los escolares de peor rendimiento son interpretados como arteros ataques a la calidad de la educación. El rechazo de la nueva asignatura de moral cívica (equiparada despectivamente con la Formación del Espíritu Nacional que integraba -junto a la religión y el deporte- el paquete las tres marías de la educación nacionalcatólica del franquismo) marcha en paralelo con la furibunda ofensiva emprendida por la Jerarquía Eclesiástica para que la catequesis católica -impartida por 18.000 profesores designados y removidos por los obispos pero pagados con fondos presupuestarios- no sólo sea de oferta obligatoria (acompañada de una alternativa religiosa para la demanda que la rechace) sino que además sea evaluada para poder pasar curso, obtener becas y acceder a la universidad.

Los manifestantes dejaron traslucir el temor de la Iglesia y los colegios religiosos a que el desarrollo de la LOE haga cumplir a los centros concertados -costeados por los presupuestos- sus obligaciones constitucionales respecto al derecho de todos a la enseñanza obligatoria y gratuita. La desproporcionada presencia en los centros estatales de los hijos de los inmigrantes empieza a reflejar ya las consecuencias -una peligrosa deriva hacia la discriminación y la xenofobia- de una semitolerada infracción de las leyes educativas. Los procedimientos de exacción de algunos colegios concertados para exigir a los padres de los alumnos contribuciones económicas -disfrazadas de óbolos en teoría voluntarios e indirectos- no sólo castigan a las familias sin recursos sino que además explican la voracidad de esos centros para ampliar sus áreas subvencionadas por el dinero público sin vigilancia alguna.

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