Las trompetas de Jericó
Cuenta Tito Livio en el libro I de su Historia de Roma que, tras vencer a su hermano en la contienda para decidir quién daba el nombre de la ciudad que acababan de fundar, Rómulo trazó la primera frontera de Roma. Despechado por su derrota, Remo traspasó aquella línea imaginaria y Rómulo, furioso, lo atravesó con su espada. Dos mil años más tarde, invitado a realizar una exposición en el pabellón oficial de su país de origen en la 50ª Bienal de Venecia en 2003, Santiago Sierra realizó una acción sui generis: se limitó a borrar el nombre de España de la entrada del pabellón, vacío por completo, y le ordenó al guardia de seguridad impedir la entrada de cualquier visitante que no presentase su pasaporte español. Pese a sus ruidosas protestas, incluso el embajador de España fue obligado a retirarse al no contar con dicho documento.
Las fronteras son construcciones imaginarias, límites ficticios que demarcan el ámbito de poder de quien las traza. Al dibujar el contorno de la nueva urbe, Rómulo no sólo se protegía, sino buscaba apropiarse de un espacio imaginario: quienes se hallaban al otro lado no serían tanto enemigos como extranjeros: seres distintos, salvajes. Como revela la acción de Santiago Sierra, este principio continúa regulando la convivencia humana en nuestros días: el mundo se mantiene dividido por estas marcas ficticias y quien se aventura a cruzarlas, desprovisto de permisos y papeles migratorios, se convierte por fuerza en delincuente, en criminal.
En nuestros días, los límites del Imperio se han trasladado hacia el Sur: hoy el limes puede ser visto en las gigantescas alambradas que separan México de Estados Unidos o Ceuta y Melilla de Marruecos. Cada día cientos o miles de inmigrantes, provenientes de las zonas más pobres del planeta, se empeñan en traspasarlas, indiferentes a las leyes o al sagrado marco de los Estados-nación. Tal como ocurría en el pasado, las naciones ricas alegan todo tipo de excusas para negar la entrada a los nuevos bárbaros: eufemismos que ocultan una simple y llana discriminación.
Como señaló Juan Goytisolo, las personas no son como los árboles: a diferencia de éstos, se mueven. Si alguien está dispuesto a abandonarlo todo -familia, memoria, lengua, cultura- es porque no tiene otra salida. Pero las naciones ricas no dejan de presionar a los países en desarrollo para que cierren voluntariamente sus fronteras a cambio de ayudas y subvenciones. La lógica se mantiene: en lo posible, hay que convencer a los miserables de quedarse en casa. Nuestros dirigentes olvidan que, como señaló Voltaire en su Diccionario filosófico, ni los filósofos ni los pobres tienen patria.
Cuando el envanecido José María Aznar declaró hace unos años: "España va bien", de hecho invitaba a miles de desheredados de África, Europa del Este y América Latina a dirigirse a la nueva jauja. Imposible que no ocurriese así. Desde entonces, la inmigración se ha convertido en uno de los mayores quebraderos de cabeza del Gobierno español, el cual no tardó en endurecer los trámites para la residencia y la nacionalización de extranjeros y reforzó sus patrullas fronterizas para impedir la llegada de pateras a sus costas. En el breve periodo, España dejó de ser un paraíso de tolerancia y se vio afectado por el racismo y la xenofobia. Si el ejemplo español resulta particularmente alarmante se debe a la celeridad con que se produjo este fenómeno: en menos de treinta años pasó de ser un país de emigrantes a un país donde los inmigrantes son vistos como un serio peligro. Los recientes acontecimientos en Melilla no hacen sino confirmar una tendencia irreversible: los subsaharianos no van a detenerse mientras las condiciones de sus patrias continúen siendo inhumanas.
No obstante, si quisiéramos encontrar la frontera paradigmática de nuestro tiempo, habría que mirar hacia los dos mil kilómetros que separan a México -y a toda América Latina- de Estados Unidos. Carlos Fuentes llegó a comparar esta línea con una llaga o con un espejo doble. En datos concretos, se trata de la frontera más transitada del mundo entre un Estado rico y otro en vías de desarrollo. Miles de personas pasan al otro lado, de manera legal o ilegal, a veces arriesgando sus vidas. En la frontera mexicano-estadounidense parecen exacerbarse todos los problemas derivados de la proximidad entre dos universos desiguales. Aunque se trata de una de las fronteras más vigiladas del mundo, cientos de ilegales se arriesgan a traspasarla a diario. Y, si bien la mayor riqueza se concentra en el Norte, incontables ciudadanos estadounidenses también cruzan hacia el Sur para realizar compras, divertirse o aprovechar la tolerancia mexicana hacia la prostitución o las drogas.
Sin embargo, esta fecundación mutua no ha atenuado los recelos ancestrales. La violencia es una característica íntima de la zona: sea por el tráfico de drogas o personas, las luchas entre los diversos grupos mafiosos o la corrupción de los cuerpos policiacos, el número de crímenes y asesinatos es de los más altos del mundo. Por si ello fuera poco, en las zonas desérticas de Arizona, grupos de rangers se dedican a cazar a los inmigrantes que se internan ilegalmente en sus tierras. Sin saberlo, sus miserables presas repiten, dos mil setecientos años después, el infausto destino de Remo.
En nuestros días, dos ciudades se han convertido en símbolos de la frontera: Tijuana, con casi un millón y medio de habitantes, más una enorme población flotante, es un cosmos por sí misma: los contrastes son tan disparatados que no en balde ha sido calificada de laboratorio del fin de los tiempos. Pero en los últimos años Ciudad Juárez le ha arrebatado su condición simbólica por los peores motivos posibles: los asesinatos impunes de cientos de mujeres. Como escribió Roberto Bolaño en su monumental novela 2666, acaso en estos espantosos crímenes se esconde el secreto del mundo.
Los países ricos que se creen autorizados a impedir la llegada de extranjeros ilegales son los mismos que pontifican sobre los derechos humanos en todo el mundo. Si Estados Unidos se asume como conciencia moral de nuestra época, la Unión Europea hace algo semejante: se muestra como un contrapeso tolerante, como la otra opción de desarrollo, pero ello no le impide cerrar los ojos ante lo que ocurre en su extremo sur o exculparse acusando a los corruptos regímenes africanos de la miseria de sus pueblos.
En el Antiguo Testamento se cuenta que los habitantes de Jericó cerraron las puertas de sus murallas para impedir la entrada de las tropas judías comandadas por Josué. Entonces Yahvé le dijo que, si hacían sonar sus trompetas después de un asedio de siete días, Él les entregaría la ciudad. Los judíos siguieron las indicaciones de su Dios y las murallas se derrumbaron de inmediato. ¿Qué nos dice este episodio? Que quizás no hagan falta terribles combates para demoler las barreras que nos dividen. Si las fronteras son construcciones ficticias, acaso la mejor forma de combatirlas sea por medio de variedades más provechosas de la imaginación.
Hasta hace poco se pensaba que la idea de que todos somos iguales también era un invento ilustrado, pero la secuenciación del genoma ha demostrado que se trata de un hecho inequívoco: somos mucho más parecidos entre nosotros de lo que imaginábamos. Pero si en verdad queremos que la humanidad deje de ser un conjunto de palabras y buenas intenciones y se convierta en una convicción cotidiana se vuelven necesarios más actos de imaginación política que permitan atenuar los desequilibrios, eliminar los nacionalismos y regionalismos fanáticos y ahondar en nuestras coincidencias. Debemos escuchar con atención a los ilegales que cruzan a nado el Río Bravo, o se aventuran en el desierto de Arizona, o son aplastados en las cercas de Melilla: acaso sus voces heridas puedan adquirir la fuerza de las trompetas de Jericó.
Jorge Volpi es escritor mexicano.
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