Mil menores menos en Beni Mellal y El-Kelaâ
Familias marroquíes invierten en el éxodo hacia España de sus hijos como un proyecto de futuro
Las fronteras y las leyes suelen tener alguna rendija. Las mafias que se enriquecen gracias al tráfico clandestino de personas muestran una pasmosa habilidad para detectarlas. Si un paso se cierra, pronto sorprenderán con otro. El creciente fenómeno de la inmigración de menores responde al mismo principio. Los niños y jóvenes marroquíes no dudan en jugarse el tipo sobre el mar o bajo los fondos de camiones para aprovechar luego la rendija que ofrece la legislación española, que garantiza su protección e impide su inmediata devolución a Marruecos. Un resquicio legal al que se agarran las familias pobres de las zonas agrícolas del medio Atlas, que están enviando a sus hijos adolescentes como una inversión a medio plazo para mitigar en el futuro su pobreza.
El efecto menor se puede apreciar en algunas localidades, que antes llenaron las pateras de adultos, como Beni Mellal o El-Kelaâ-des-Sraghna, donde las cabezas de los estudiantes de secundaria están repletas de sueños migratorios. "Los alumnos piensan siempre en emigrar, es un problema porque la mayoría no tiene motivación para estudiar", lamenta Fátima Aglaz, profesora en el liceo Bir Anzarane. Pero las familias de Beni Mellal y El-Kelaâ-des-Sraghna, desde donde han partido el 90% de los 1.105 menores que han cruzado el Estrecho desde mayo, suelen respaldar los deseos de sus hijos. Éstas son las historias de siete hogares.
SEGUNDO INTENTO El relevo de Abdelhakim
H., de 16 años, sustituyó a su hermano, de 21, en la patera. Abdelhakim, con dirhams prestados y ahorros familiares, tentó la suerte el pasado 5 de abril. Interceptaron su embarcación camino de Motril (Granada) y le devolvieron a su país, pero en el penoso trance, observó que los menores que habían viajado con él se quedaban en España. "Tenía derecho a otro intento después de pagar 700 euros; me daba miedo que me cogieran la segunda vez y que perdiéramos el dinero. Hablé con la familia y decidimos enviar a mi hermano", relata, cabizbajo. Pocos días después de su intentona, su hermano H. alcanzó la meta. Ahora vive en un centro de menores donde estudia español. "Pido ayuda a Dios para que le arreglen los papeles y para que se porte bien y no lo echen", implora Fátima, su madre. Sus 11 hijos son una piña. Excepto el mayor, todos siguen residiendo en la casa familiar, una vivienda oscura y modesta en el barrio de Ennaser, en Beni Mellal, donde se apañan para dormir en dos cuartos y salir adelante con los ingresos del peluquero Abderramán y de la enfermera Bahija. El padre, un antiguo albañil enjuto y cetrino, ha renunciado a trabajar debido a sus achaques. Fátima dio a luz cada dos años entre el primogénito y el benjamín, separados entre sí por 24 años de diferencia. "Cuando eran pequeños tenía fuerza, limpiaba casas y podía trabajar para que comiesen o para comprar libros", sostiene. Entre su prole, figuran dos licenciados: Bahija, que estudió Historia, y Abdelhakim, que acabó Filología Francesa y entró en el paro. Nadie en la familia cree ahora que la universidad ofrezca una salida para mejorar sus vidas. Bahija confiesa que si tuviera dinero intentaría emigrar. La enfermera trabaja 12 horas cada día, sin seguro ni contrato, por 150 euros, una cantidad que no alcanzaría para pagar la factura de electricidad en numerosos hogares españoles. Su madre estaría dispuesta a despedir a todos sus hijos si con ello dijera también adiós a la miseria.
PROYECTO COLECTIVO Ahmed probó en camión
Mina, una divorciada que no recibe un dirham de su ex esposo para cuidar a los seis hijos de ambos, enfermó cuando S., de 17 años, le contó que había pasado tres días en la patera sin probar bocado, antes de pisar tierra española. "Y antes estuvo 13 días en Alhucemas, donde sólo le daban una lata de atún para comer al día", detalla. En la casa del barrio de Ennaser viven 10 personas: Mina, sus otros cinco hijos y cuatro nietos. Con Hania, una de sus hijas, se ha repetido la historia: también se divorció, también limpia casas y tampoco recibe dinero de su ex marido para criar a los tres hijos. La marcha de S. fue un proyecto colectivo en el que arrimaron el hombro todos, poniendo dinero y pidiendo prestado. "Si Dios quiere podrá ayudar a hacer una casa más grande", barrunta Mina, que no quiere ni contemplar la idea del retorno de su benjamín. "No puede volver", replica tajante. Como madre de emigrados, ya tiene experiencia. Ahmed, que ahora trabaja en el campo haciendo pozos, cruzó el Estrecho con 15 años, agarrado a los bajos de un camión. Le descubrieron en el puerto de Algeciras. Él asegura que pasó dos días en comisaría y, al tercero, un juez ordenó su repatriación. En la experiencia se achicharró un pie. Mina también lloró entonces. Ahmed ríe cuando le preguntan si no le atemorizó aquel viaje y contesta finalmente: "Debajo del camión es mejor que esta vida, una patera es mejor que esto, aquí no puedes comer ni comprar ropa".
VIAJE DE VECINOS El hijo adoptado de Zohra
El hijo de Zohra se fue con el hijo de Mina. Ambas casas están casi puerta con puerta en una calleja sin asfaltar de Ennaser. Los menores crecieron y emigraron juntos. Y juntos siguen en un centro de protección andaluz. La historia de Zohra resulta cruda, pero ella la resume con buen humor y sin pizca de dramatismo. Zohra está viuda y sola, una situación infrecuente en Marruecos, donde el escaso control de la natalidad llena los hogares de niños. En cada uno de sus cuatro partos, Zohra perdió el bebé. Así que su hijo es el bebé que otra mujer no quiso. "Lo tengo desde el mismo día que nació; yo trabajo por él, limpio por él y yo he juntado el dinero para que se fuera; él no sabe nada de su madre", aclara resuelta. Para sobrevivir, Zohra limpia casas, cuida niños, lava ropa a mano y acepta cualquier encargo que le permita llegar a su mínimo diario para sobrevivir, unos 40 dirhams (alrededor de cuatro euros). Para pagar el viaje de B. pidió dinero prestado, pero puntualiza que no le empujó a emigrar: "Él lo decidió. Pensó en irse con el vecino, quiere ganar dinero para que yo no tenga que limpiar en otras casas". Zohra no dudaría en instalarse con su hijo en España: "Estoy sola, yo no tengo nada que hacer aquí", dice en un pequeño cuarto donde guarda el frigorífico, un hornillo de gas y un armario. Al despedirse, pregunta con una sonrisa si los periodistas pueden llevarla a España. "Puedes decir que soy tu abuela", sugiere.
HERMANOS CON DISIMULO Lakbir no se despidió
Kasba Tadla está a 30 kilómetros de Beni Mellal. En una de sus aldeas viven Zahra y Lakbir en una casa alquilada al dueño de los campos que cultivan. Su primogénito emigró a España hace tres años y ya ha regularizado su situación. B., de 15 años, siguió sus pasos en agosto, en parte financiado por el mayor. Sin embargo, ambos hermanos evitan el contacto por temor a que eso perjudique la regularización del adolescente. "Está feliz, aprendiendo a ser mecánico y a hablar español", cuenta la madre, alrededor de una mesa y sillas de plástico de terraza que han sacado al patio en un gesto excepcional. Una hija ha corrido a pedir prestada una tetera a una vecina. Ofrece mantequilla casera, pan y té, la dieta de "la gente pobre", explica Zahra. Su marido trata de disimular su emoción al recordar a B., que le ocultó sus planes y buscó la complicidad materna. "Un amigo le animó a acompañarle en la patera, habló con la madre y ella le dio el dinero. Se fue sin despedirse", narra Lakbir. La familia apoya ahora su iniciativa de forma incondicional. "Sabemos que no trabajará hasta los 18 años, pero es mejor que se quede allí aunque tenga que esperar tres años", dice Lakbir. "Si los emigrantes no estuvieran bien en España, ¿por qué la gente iba a querer irse en patera?", interpela.
UN 'FELLAH' SIN MÓVIL El hijo de Mansour
Unos 100 kilómetros separan Beni Mellal de El-Kelaâ-des-Sraghna, pero el cambio de paisaje es radical. Las tierras regadas de frutales y olivos dan paso a una llanura rojiza y pedregosa donde no crece nada, salvo la pobreza. Llueve poco y el agua de riego, que suministra un canal que recorre decenas de kilómetros, cuesta un potosí. Mansour, de 46 años, es un fellah (agricultor) delgadísimo y paupérrimo, sin tierras ni trabajo. Además de la visible humildad de la casa de adobe donde viven, hay dos hechos que agudizan la impresión de extrema miseria de la familia. Carecen de móvil y ni siquiera pudieron costear el viaje en patera de su hijo M., de 16 años. Se largó a Tánger, donde se ocultó en un camión y hace un mes cruzó a España. "No supimos nada de él durante semanas, creímos que se había muerto hasta que llamó al teléfono de un vecino", explica Mansour. "No tengo nada, soy el más pobre que hay en este douar", asegura. "Sobrevives con la fuerza, nada más", tercia.
ADOLESCENTES FUGADOS El rebelde de Fátima
El patio y la barriga de Ahmed denotan más poderío que el de su vecino. Pero su hijo A., de 15 años, se unió al de Mansour sin decir ni pío. Su madre, Fátima, explica que le habían reñido unas semanas antes de su huida por haber dejado de ir al colegio. "Entonces dejó de venir a casa y comenzó a dormir en la calle", relata. "Ahora que está allí, que se quede y estudie y trabaje por su futuro, aquí no tiene nada que hacer", apostilla el padre. La pareja tiene siete hijos, dos de ellos en España. En la aldea Zaouia, donde viven, no hay caminos asfaltados ni agua corriente en las casas de adobe, pero algunos tejados lucen parabólicas y el único coche estacionado tiene matrícula española. El primer emigrante de Zaouia partió en 1999. Otros le emularían a continuación con buena fortuna, como Abdelnour Ellafifi, un agricultor que trabaja en Zafarraya (Granada), donde se ha comprado una casa en la que se instalarán su esposa y su hijo en pocos meses, tras lograr la reagrupación familiar. "En casi todas las casas hay al menos un inmigrante", afirma.
TRES INMIGRANTES La patria de Abderramán
Un corrillo de niños y curiosos siguen a los extraños por los caminos de la aldea, jalonados de chumberas. Una mujer se acerca llorando para contar que a su hijo le han denegado la regularización. En la casa de Zouida y Abderramán, sus hijas están tejiendo una alfombra. Lucen sofisticados dibujos de henna en manos y pies. En el universo de Zaouia parecen una saga adinerada: poseen el telar y una vaca que muestran a hurtadillas para impedir las miradas de los vecinos. Además de dos hijos adultos en El Ejido (Almería), a los que su madre ridiculiza con una mímica expresiva mediante la que informa de que se beben el dinero que ganan, desde hace dos semanas, el benjamín de la casa, K., de 15 años, ha logrado entrar en España. Su padre confía en que ahora contribuya a ayudar a la familia. Para él no hay patriotismos que valgan: "La tierra donde como un cacho de pan es mi país". Y, mostrando las palmas callosas y agujereadas de sus manos, agrega: "Y aquí, el pan pica".
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