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Columna
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OMC: los emergentes piden más poder

Joaquín Estefanía

1. Antecedentes. En diciembre de 2001, dos meses después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, la Organización Mundial de Comercio (OMC) abre la Ronda de Doha, denominada Ronda del Desarrollo. Se trata de hacer del comercio internacional la vía central para el desarrollo de los países pobres. La coyuntura es muy delicada: como consecuencia de la depresión psicológica motivada por el terrorismo (a la que se añade la recesión económica que experimenta EE UU), la globalización se debilita: disminuyen las inversiones extranjeras, las cifras del comercio mundial y los movimientos de personas. Capitales, bienes y personas se hacen más conservadores y viajan menos.

La OMC sale de un fracaso estrepitoso: su reunión de Seattle, de 1999, se ha disuelto como el rosario de la aurora; no se aprueba el clandestino Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI) y los grupos a favor de una globalización alternativa adquieren mucha visibilidad. Cuatro años después, la cumbre de Cancún también se malogra. Esta vez, quienes presentan sus credenciales son los países emergentes, que por primera vez hacen valer su poder frente a los países más ricos del mundo (el G-7) y piden su cuota parte en las decisiones.

2. Los actores. En Cancún se da una alianza sorprendente entre los países emergentes y los países pobres para derrotar las propuestas del G-7. Los países pobres se aglutinan alrededor del G-90, una formación G tan dispar que aún no se ha consolidado. Pero sí lo hace el G-20, que agrupa a países tan significativos como China, India, Argentina, Brasil, Australia, Rusia o México. El G-20 había nacido en 1999, después de la crisis financiera que asoló a Asia, Rusia y América Latina con la complicidad del Fondo Monetario Internacional, pero adquiere toda su dimensión desde la cumbre de Cancún. Ahora, ante la reunión de la OMC de Hong Kong, el G-20 recuerda a EE UU y a la UE que sus países concentran al 80% de la población mundial, son los que más crecen, y los que más producen y consumen (a la vez) la mayor parte de las materias primas, incluyendo el petróleo. Los intentos del G-7 de cooptar a algunos de los países más importantes del G-20, para romper su unidad, no han dado resultados.

Así, ante Hong Kong hay cinco grandes actores en liza: EE UU, Europa, los países emergentes, los grandes exportadores y los países pobres. Es imposible plantear posiciones de fuerza unilaterales cuando, por ende, en la OMC rige el principio de un país un voto, y todos tienen derechos y deberes.

3. La situación actual. Cuando apenas queda un mes para Hong Kong, las expectativas están claramente a la baja. El director general de la OMC, Pascal Lamy, se conformaría con que sólo se aprobasen las dos terceras partes de los planes previos de liberalización del comercio. Ni eso está asegurado. Los países ricos dicen estar decididos a reducir sus apoyos a la agricultura si los emergentes y los países pobres abren sus mercados industriales y de servicios. Las negociaciones agrícolas están tan atrasadas que apenas se ha abordado el comercio industrial y de servicios. Además, los países del G-7 están profundamente divididos: Europa frente a EE UU, pero también unos países europeos respecto a otros. La posición de la UE, presentada por el comisario de Comercio Peter Mandelson, ha sido contestada por países como Francia o España que consideraron que había sobrepasado sus atribuciones.

4. El futuro. Al comenzar 2005, las esperanzas de que el comercio mundial fuese una fuente de desarrollo en el mundo se concentraban en tres citas: la reunión del G-8 (los siete países más ricos del mundo, más Rusia) en Londres, la asamblea de la ONU de septiembre, y la cumbre de Hong Kong. De las tres se demandaban políticas claras, y las dos primeras han parido un ratón. ¿Ocurrirá lo mismo con la OMC? Si fracasa la Ronda del Desarrollo, ¿qué pasará con el multilateralismo como forma de relación? ¿Quién denunciará el proteccionismo rampante de los países adalides del liberalismo?

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