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Tribuna
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Un atajo a ninguna parte

Se empieza transformando la televisión en caja tonta, luego se la confunde con una caja registradora y se acaba convirtiéndola en el ataúd de la democracia mientras nos vamos acostumbrando a convivir con el cadáver. De esto sabemos mucho en este País Valenciano que va tirando entre somnoliento y asombrado.

Atentos a estas cifras: el pasado 20 de septiembre una media de 25.000 valencianos vieron por televisión el debate en el Congreso sobre la toma en consideración de la reforma del Estatuto valenciano. En cambio, el reciente 2 de noviembre 170.000, me sigo refiriendo a valencianos, siguieron el mismo debate sobre el Estatuto de Cataluña. Siete veces más atención para el estatuto de los vecinos que para el nuestro. En Cataluña, su debate tuvo una cuota de pantalla del 23,2%; aquí, menuda diferencia, el nuestro se quedó en el 2,3%. Son números que dicen mucho de cómo estamos, de cómo somos. Números que no deberían dejar indiferente a nadie, ni a los políticos. Incluso deberían de interesar a la oposición.

Mi propósito no es interpretar estos datos más allá de apuntar una explicación vinculada al estado de nuestros medios de comunicación, los audiovisuales principalmente. En el País Valenciano no hay rastro de la política como ámbito de discusión que abarque desde la base de la población a las instituciones. No hay referentes sociales que lideren la controversia sobre lo político y la hagan llegar al común de los ciudadanos. Los medios sólo recogen proclamas y descalificaciones. Conmigo o contra mí. La palabra no vale nada. Por eso no seguimos nuestros debates. Porque aquí la política es a gritos e insultos y eso da unos determinados representantes políticos. Unos representantes a los que nadie valora cuando se ponen trascendentes y hablan con porte serio de la cosa pública, en el Congreso de los Diputados por ejemplo. Nadie los valora porque los suyos, los que les siguen cuando gritan, no les oyen cuando debaten y los otros, los que anhelan la política como reflexión, participación y servicio, no se los creen. Es la democracia con figurantes en lugar de ciudadanos.

Así estamos. A los grupos, a los países, les pasa como a las personas: si no haces política, la hacen otros por ti y acabas siendo secundario, satélite, a la espera. Es el fruto que se recoge después de años de empeño despolitizador con los medios de comunicación, principalmente los audiovisuales, como arietes de la operación. Y nada es casual. Hace poco, el consejero González Pons basaba la gravedad del acto del Correllengua en el Camp Nou en que había entrado en todas la casas vía televisión, cosa esta muy grave porque la gente se sienta ante la pantalla "con los brazos en alto e indefensa ideológicamente", así lo dijo. Por tanto, lo saben. Saben perfectamente la influencia de la televisión. Por eso llevan tantos años utilizándola, en el peor sentido. No entienden el audiovisual como un sector estratégico que permite profundizar en la democracia, cohesionar la sociedad, potenciar su identidad y generar una imagen poderosa de país; para ellos es sólo un sector táctico del que se puede abusar para ganar elecciones y dinero, que en este estado de cosas son dos objetivos que van ligados.

Profetas del atajo a ninguna parte, estos tácticos son los que, a día de hoy, se encuentran detrás de los proyectos que en el terreno del audiovisual están a punto de hacerse realidad en el País Valenciano y que no pretenden otra cosa que asegurar que todo va a seguir igual, es decir mal: medios públicos manipulados y de pésima calidad y medios privados débiles, muy precarizados y, en conjunto, bien poco plurales. El reparto de las concesiones de televisión digital que se avecina será un buen ejemplo de esto último.

Con el acuerdo sobre el nuevo Estatuto se perdió una oportunidad ideal para forzar al Partido Popular a aceptar cambios legislativos sobre los medios de comunicación audiovisual. Ni se reformó la Ley de Radiotelevisión Valenciana, ni se han conseguido proyectos sobre el Consejo del Audiovisual y la futura Ley del Audiovisual que muevan a otra cosa que al pesimismo. El Consejo se pretende jibarizado en sus funciones y dirigido por personas que actúen como correa de transmisión de la voluntad gubernamental. No pasa de ser un "órgano consultivo", "vinculado orgánicamente al gobierno" y encargado de redactar unos informes que no son ni vinculantes, ni tan sólo preceptivos. Por su parte el proyecto de Ley del Audiovisual es anticuado, no recoge las principales preocupaciones sobre el futuro del sector que se tienen en los países de nuestro entorno, se olvida de propiciar la participación ciudadana y ofrece una visión decantada hacia el mercantilismo más simplón.

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La cuestión es saber si frente a esta realidad hay respuesta más allá de las formulaciones retóricas de rigor. Mi duda es: ¿alguien en los sindicatos, o entre la profesión periodística, o en la Universidad, o entre los consumidores, o en la oposición política, o más allá, tiene alternativas a este evidente más de lo mismo? Lo mínimo sería no caer en más trampas, ni venderse por un plato de lentejas. Al segundo engaño, el engañado también es culpable. Mejor no aprobar nuevas leyes si éstas son malas. Mejor decir que no y mostrar entre todos que hay otras maneras de hacer las cosas. Por cierto, y eso no depende del PP, si se consiguiera que el futuro Consejo Audiovisual de España se instalara en Valencia quizás se podría empezar a pensar que las cosas pueden cambiar.

Julià Álvaro es Periodista.

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