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Entrevista:José-Carlos Mainer | LA DICTADURA, 30 AÑOS DESPUÉS

"La Guerra Civil como tema literario corre el riesgo de la trivialización"

Javier Rodríguez Marcos

En 1975, los únicos elementos comunes a todos parecía ser la inestabilidad de los géneros, la importancia del lenguaje, la ausencia de inocencia personal y literaria, la incertidumbre moral: a despecho de otras diferencias, estos ingredientes igualaban también la prosa poética de Mortal y rosa de Francisco Umbral y la melopea de Juan sin Tierra de Juan Goytisolo, obras maestras de 1975 (solamente la diáfana narración y el juego irónico de Eduardo Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta parecía excluirse de campo acotado; simplemente sucedía que nos faltaba entonces el término adecuado para calificarlo: posmoderno)". Así pinta José-Carlos Mainer (Zaragoza, 1944) el panorama de la literatura española en el año de la muerte de Franco. Y así reza en uno de los ensayos recogidos en Tramas, libros, nombres, un volumen que refleja bien la sabiduría y la inteligencia de este catedrático de la Universidad de Zaragoza que, irónicamente, se define como "un analítico con la manía de la síntesis", o sea, alguien que se mueve con la misma soltura en la crítica y en la historia.

"La novela de hoy refleja un país que vive mejor que en 1975 y que, en virtud de esa comodidad, vigila más sus sentimientos"
"Como personaje Franco es plano, alguien lleno de complejos que trata de resolverlos mediante la autoridad"
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La lección de Mainer

PREGUNTA. En una encuesta de 1985 sobre la novela durante la primera década de democracia usted destacaba tres títulos: Herrumbrosas lanzas, de Juan Benet; Antagonía, de Luis Goytisolo, y El río de la luna, de José María Guelbenzu. Veinte años después, ¿cuáles serían sus elegidos?

RESPUESTA. Habría que añadir una novela de Antonio Muñoz Molina -El Jinete polaco o Beatus Ille-, una de Álvaro Pombo -El metro de platino iridiado- y una de Juan José Millás -Visión del ahogado-. Seguramente Millás ha escrito novelas más importantes pero ésta une eso que buscamos los historiadores de la literatura: la capacidad de reflejar cosas, la oportunidad y la calidad. Lo que pasa es que Millás es una actitud, una manera de ver las cosas y por eso, como ocurre con Baroja, no es fácil decir qué novela suya es la mejor. Por otro lado, aunque no es una revelación, tampoco Benet lo era, habría que añadir una de Marsé.

P. ¿Cómo se traduce literariamente esa capacidad de reflejar cosas de las que habla?

R. No me refiero al realismo en su sentido vulgar, sino a captar los componentes de la realidad metafóricamente. Eso lo puede hacer tanto una novela con tendencia a despegarse de la realidad cotidiana como una muy introspectiva. Lo importante es ese click que refleja en un momento determinado cosas que no son obvias pero que la distancia permite ver mejor. En el caso de Visión del ahogado importan poco los aspectos anecdóticos: que un drogadicto asalte farmacias, que el escenario sea un barrio muy peculiar del Madrid de los setenta. Es todo ello y algo más: la necesidad de ver un pasado inhóspito. La mezcla de todo eso -que a veces son elementos de la pura realidad pero que la realidad no ofrece de suyo de una forma tan punzante, tan llamativa- es lo que convierte una novela en diagnóstico de un momento.

P. Usted hace una radiografía de la novela en 1975. ¿Cuál sería la de la novela de 2005?

R. Tienen aspectos muy parecidos. La sensación de incertidumbre no se pasa con facilidad en 30 años. Las buenas novelas de hoy siguen reflejándola. También reflejan un mayor egoísmo. La gente se ha acorazado más sentimentalmente. Pienso en una novela estupenda de Almudena Grandes, Los aires difíciles. Refleja un momento en que el país vive mejor y, en función de esa comodidad, desconfía de cualquier aventura exterior, vigila más sus sentimientos.

P. Últimamente arrecian las críticas a la imagen que se acuñó del franquismo y la transición.

R. Estamos viviendo una contrarreforma. Una relectura de la Guerra Civil y de la República -a la que se considera directa responsable de la guerra-. La relectura del franquismo es más tímida. Va a tardar más, pero llegará. Esto tiene unas circunstancias -los cuatro últimos años del Gobierno de Aznar- y unos responsables -una serie de historiadores aficionados, como Pío Moa o César Vidal, que hablan de la cegadora luz de la historia, usando una frase de Ricardo de la Cierva-. Son de los pocos para los que la historia es todavía el juicio final que decide quiénes van al cielo y quiénes al infierno.

P. También desde la izquierda se ha criticado la transición. Pienso en novelistas como Rafael Chirbes o Isaac Rosa.

R. La izquierda siempre fue muy crítica con la transición. Siempre consideró que era insuficiente y que defraudaba. Por eso se cometieron errores graves, como la minusvaloración de UCD. Yo nunca les voté, pero dinamitar esa posibilidad reveló una impaciencia un poco peterpanesca.

P. Para Caballero Bonald la transición decretó una historia sin culpables.

R. Yo no soy tan drástico. La memoria histórica no se perdió nunca. Ni siquiera durante el franquismo. De hecho, la historia intelectual, no del franquismo, sí bajo el franquismo, es una serie de reencuentros con el pasado inmediato. Del exilio, por ejemplo, se empieza a hablar en los años sesenta. Y en el año 1976, cuando España es el país invitado en la Bienal de Venecia, la muestra que se organiza reconstruye el pabellón español en la exposición internacional de París de 1937. Era el rescate de la vanguardia, del compromiso, de la República. Nos hemos pasado la vida mirando al pasado y tal vez uno de nuestros errores -me refiero a la izquierda intelectual- ha sido despreciar las posibilidades del presente.

P. En su libro dice que fueron los hijos de los combatientes los que reivindicaron el término Guerra Civil frente a la Cruzada de la que hablaban los padres.

R. Sí, la generación del 50 es la que rescata la idea de Guerra Civil. El Jarama es una novela de la Guerra Civil.

P. ¿Y los nietos? Aunque nunca dejó de escribirse sobre la guerra, Soldados de Salamina marcó un punto de inflexión.

R. Ahora hay una visión quizá más blanda. Uno de los riesgos que corre el tema de la Guerra Civil es una cierta trivialización sentimental.

P. "Infección sentimental" llega a decir usted.

R. Sí. No es el caso de Javier Cercas, pero es algo que está en los libros de Dulce Chacón. Y lo siento porque haya fallecido, pero en su obra había una visión más dulzona.

P. ¿A qué se debe esa blandura?

R. A la distancia. El otro argumento sería atribuirlo a la comercialización

... pero pienso que es el haber conocido la guerra de forma casi exclusivamente bibliográfica. Yo no la viví, pero mi padre combatió en ella. En el caso de los que tienen quince años menos que yo, ya fue su abuelo.

P. Hablando de los años cuarenta dice usted que el franquismo no fue un largo túnel sin evolución.

R. España no se quedó muda. La idea de León Felipe de "nos hemos llevado la canción los exiliados" es muy bonita y emotiva, pero imposible.

P. ¿Los que ganaron la guerra perdieron la historia de la literatura, como se ha dicho?

R. En parte sí. Lo dijo, entre otros, Giménez Caballero, que sabía de qué hablaba y que era partidario de las victorias incondicionales. En cierta medida fue así. También lo es que los grandes escritores se exiliaron. De hecho, la reconstrucción de la historia de la literatura española tiene lugar, como decía, cuando en los años sesenta el exilio es reconocido en su auténtico valor y se incorpora una generación, la del 50, que ha crecido extramuros del franquismo. Entonces se produce una recusación del parte final de la guerra: "Ustedes habrán obtenido la victoria militar pero han perdido la cultural". Por otro lado, en los sesenta Franco y el franquismo dejan de ser un ingrediente activo en la vida cultural. Ya no hay escritores que se declaren franquistas. Los habrá, pero a título privado.

P. ¿Hubo injusticia literaria con los vencedores como la hubo personal con los vencidos?

R. Sobre los escritores fascistas españoles ha habido un movimiento de reivindicación incluso excesivo. De todos modos, esos rescates no pueden hacerse en grupo. Me niego a meter a Rafael Sánchez Mazas en el mismo casillero con Rafael García Serrano. Aparte de que ganaron la misma guerra y se sintieron orgullosos del mismo uniforme no tienen nada que ver.

P. ¿Hubo una tercera España?

R. No. Hubo dos. Dentro de unos y de otros hay, claro, un espectro muy variado. En las cartas que escribió Jarnés a Gregorio Marañón cuando se va al exilio le dice que se siente muy mal con la gente del Sinaia, el barco que lleva a los exiliados a México. Era un hombre que se sentía muy a disgusto en el bando que había elegido. ¿En el otro bando? El conde de Romanones escribía en 1939 que para él la libertad era lo más importante, y que la libertad ya se había acabado. Este hombre que había ganado la guerra sabía que había perdido algo trascendental. Este sentimiento fue muy común. En Cataluña, por ejemplo, mucha gente sabía que habían tenido que entregar su catalanismo en pago de que les dejaran ser burgueses tranquilamente. Estas situaciones son las que van evolucionando posteriormente. Nada es blanco ni negro. Yo no conozco a nadie que representara la tercera España. Ni siquiera Salvador de Madariaga.

P. Al estudiar la imagen literaria de Franco cita usted ese verso de Valente en el que habla de él como el padre invertido que "nos desengendraba".

R. Hablo de textos que son ajustes de cuentas. Literariamente hay dos cosas fundamentales: la identificación con el padre (y la violenta ruptura edípica) y la necesidad de venganza. Es el hombre que detiene el tiempo. Como personaje de ficción Franco es plano, alguien lleno de complejos que trata de resolverlos mediante la autoridad y el orden: en sí mismo, en su casa y en el país.

P. Y sin embargo, usted mismo retoma la eterna pregunta: ¿por qué la cosa duró 40 años?

R. Porque la cosa era blanda. Era una dictadura con ciertas condiciones de elasticidad. Había varios factores. Por un lado, la descapitalización del país: de los líderes de la clase obrera, de toda una clase política, del mundo universitario. Eso da para muchos años hasta que se reconstruye un universo medianamente habitable. Por otra parte, cuando en los años cincuenta hay un reemplazo en ese orden de cosas es cuando el régimen empieza a tener elasticidad económica y social. Luego, cuando podría haber una clase obrera organizada es el momento de la emigración a Alemania. El país vuelve a sacudirse una potencial protesta obrera. De todos modos, el disenso en los años sesenta y setenta era enorme. Más de lo que parece. Pero el país llevaba también una vacuna contra todo aventurerismo. El aspecto insurreccional es el paso que no iba a dar: estaba curado de espanto y ya tenía cosas que defender, cierto nivel económico, por ejemplo.

José-Carlos Mainer es coautor, con Santos Juliá, del ensayo 'El aprendizaje de la libertad. La cultura de la Transición' (Alianza).
José-Carlos Mainer es coautor, con Santos Juliá, del ensayo 'El aprendizaje de la libertad. La cultura de la Transición' (Alianza).BERNARDO PÉREZ

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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