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Columna
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Nación, autonomía y federalismo

El debate sobre el Estado autonómico iniciado anteayer -concluirá hoy- en la Comisión General de las Comunidades del Senado llevaba ocho años sin celebrarse. Aunque los puntos nuevos de la agenda (desde la ampliación de competencias hasta la reforma constitucional de la Cámara alta, pasando por la cooperación comunitaria multilateral) era casi tan amplia como el listado de oradores, la sesión se solapó con el reciente Pleno del Congreso que admitió a trámite la propuesta de nuevo Estatuto catalán. No se trataba sólo -aunque también- de que los presidentes territoriales del PP estuviesen deseosos de sacarse la espina de la derrota cosechada en solitario por el principal partido de la oposición hace una semana. La conexión tampoco se reducía a que el lehendakari Ibarretxe hubiese utilizado como pretexto para su ausencia el portazo dado en su día por el Congreso -gracias al voto conjunto de socialistas y populares- al nuevo Estatuto vasco. Además, la intervención inaugural del presidente del Gobierno prolongó sin solución de continuidad la línea central de su cercano discurso en la Cámara baja: el éxito del Estado de las Autonomías sería el mejor aval para las modificaciones estatutarias en curso (Valencia, Cataluña) o en preparación (Andalucía, Aragón, Canarias, Asturias, Baleares, Castilla-La Mancha, Extremadura y Murcia) destinadas a aceitar su funcionamiento y mejorar sus prestaciones.

La justificación de las futuras reformas estatutarias sobre la base de los logros conseguidos en el pasado por el Estado autonómico abre, sin embargo, flancos a la crítica. Abstracción hecha de que el optimismo antropológico de Zapatero le mueva a profetizar la epifanía ascensional del Estado de las Autonomías por la escala de Jacob de sus reformas, no cabe descartar la posibilidad de accidentes imputables a la imprudencia de los conductores. Los presidentes territoriales del PP también señalaron un aparente non sequitur en el silogismo: dado que las modificaciones parciales del modelo territorial fueron consensuadas desde 1991 hasta hoy por socialistas y populares, la estabilidad a largo plazo de los nuevos Estatutos correría peligro allí donde el principal partido de la oposición -alternativa de Gobierno- estuviese en radical desacuerdo, como ocurre en Cataluña.

El debate en el Senado confirmó el deslizamiento terminológico de la polémica hacia una falsa sinonimia que mezcla confusamente nítidas cuestiones político-jurídicas sobre la distribución territorial del poder planteables ante el Tribunal Constitucional (como la financiación o las competencias) y brumosas reivindicaciones político-ideológicas sobre identidades emocionales ajenas a cualquier instancia arbitral (como el término nación y los llamados derechos históricos). El Estado de las Autonomías, una realidad administrativa definida por la Constitución, no guarda relación conceptual alguna con el Estado plurinacional, una construcción ideológica fabricada por interpretaciones históricas. La composición de ambas estructuras es diferente: según Pasqual Maragall, las 17 comunidades autónomas coexisten con "tres naciones seguras y alguna probable". El Estado plurinacional tampoco es sinónimo de Estado plurilingüístico: aunque compartan la lengua, Valencia y Baleares no formarían parte de Cataluña como nación.

Dentro de esa tipología, los nexos no son conceptuales, sino políticos: para los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, el Estado plurinacional sería el estadio de llegada del Estado de las autonomías como consecuencia del salto cualitativo que la acumulación cuantitativa de reformas estatutarias terminaría produciendo. El resultado es un gigantesco quid pro quo: el Gobierno y los nacionalistas dicen hablar del mismo asunto cuando en realidad se refieren a cosas diferentes. Ese oscuro embrollo terminológico empareja el Estado confederal -cuyo diseño es adivinable en el nuevo Estatuto catalán- con la España plurinacional, y el Estado federal con la España autonómica: la España plural de Zapatero perdería así todas sus connotaciones políticas, ideológicas, religiosas, culturales, lingüísticas y sociales para convertirse exclusivamente en la yuxtaposición de las "tres naciones seguras y alguna probable" de Pasqual Maragall.

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