_
_
_
_
_
Reportaje:

Por un futuro sostenible

La batalla por conservar el planeta se libra también en casa. ¿Armas? Aprovechamiento de energías renovables y empleo de materiales menos tóxicos. No es una utopía. La sostenibilidad es una urgencia.

Al mundo le han dado un ultimátum: o se cuida o se muere. Los hechos hablan: consumimos madera tres veces más deprisa de lo que los bosques pueden reforestarse; en el fondo del océano Pacífico hay seis veces más plástico que plancton; en cincuenta años, la flota mundial de coches se ha multiplicado por cien, y el calentamiento global ha hecho que la temperatura aumente entre 1,5 y 6 grados centígrados. Pero hay más problemas: los pesticidas que consumimos y respiramos sin darnos cuenta, la cantidad de vertidos tóxicos que, accidental o furtivamente, reciben ríos y mares, y la convivencia tranquila que llevamos con materiales que, como antaño el amianto, han resultado ser venenosos para el ser humano. Nuestra casa no está exenta de los males que asolan el planeta. El aire acondicionado se ha generalizado en los hogares españoles.

Y ese dato es un indicativo tanto de la mejora en la capacidad adquisitiva de muchas familias como de la incapacidad de la arquitectura para aislar térmicamente las viviendas. Pero el descontrol en el consumo eléctrico está lejos de ser una solución. Muy al contrario, es un agravante más en la crisis energética.

Urge actuar. Pero ¿podemos hacerlo desde los territorios que mejor controlamos, el privado, el doméstico? Aunque el 80% de la energía que se consume en el mundo esté en manos de un 25% de la población, todos somos autores, en menor o mayor grado, de este desastre. Ya no se trata de poner la lavadora con media carga o ducharse en lugar de bañarse. La mayoría ya lo hacemos más por economía que por ética: el problema del deterioro del medio ambiente ha dejado de ser un asunto moral para serlo de supervivencia. Muchos utilizamos en nuestras casas lacas o PVC -que generan compuestos venenosos en su proceso de fabricación-, y no nos paramos a mirar si la madera con la que está hecha la silla que vamos a comprar proviene de una tala selectiva o no. ¡Bastantes cosas tenemos en la cabeza! Simplemente no nos fijamos, y si reparamos en ello, no tenemos dinero para pagar la diferencia.

Ser ecológico, tratar de ser sostenible, intentar cuidar el planeta, sale caro. Lo dice el arquitecto William McDonough, al que la revista Time nombró héroe del año precisamente en un número titulado ¿Podemos salvar al planeta? "Antes de imponer la ley deben existir los medios para hacerla cumplir: no se puede obligar a alguien a abrocharse el cinturón de seguridad sin forzar antes a la industria automovilística a fabricar coches que los incorporen". Lo mismo sucede con las casas. La vivienda sostenible en el mundo, y no digamos en España, está en fase embrionaria. Es la excepción, casi una excentricidad, en un mundo -el inmobiliario y el arquitectónico- caracterizado por las grandes cifras y los grandes gestos artísticos. Con todo, aunque esquivemos la autoría de una parte del desastre, las consecuencias y los efectos nos afectan a todos. Con el mundo enfermamos todos, y la solución parece apocalíptica: los remedios individuales son gotas de agua. La salvación pasa por un esfuerzo y un acuerdo comunes.

Aunque el diseño sostenible fue, tradicionalmente, la norma en las culturas pre-industriales (empleaban materiales necesariamente locales, los reciclaban y construían objetos necesarios con un ciclo de vida largo), se convirtió en la excepción con la sociedad industrial. En 1967, la Unesco organizó una reunión internacional para fomentar el uso racional y la conservación de la biosfera. Fue ésa la ocasión en la que por primera vez se habló de un desarrollo sostenible. El Club de Roma se sumó a ese clima de advertencias y en un informe de 1973 auguró que en el año 2000 la población del mundo llegaría a los 6.000 millones. No se equivocaron, pero sí lo hicieron al vaticinar también para esa misma fecha el agotamiento del petróleo. Todas las advertencias de los años setenta fueron desoídas. Entonces la eficacia de los combustibles se medía en términos económicos; el tamaño de los coches, en términos pragmáticos, y la conservación del medio ambiente no era una preocupación colectiva; sólo, y en todo caso, una cuestión verde, asunto de ecologistas. Ahora ya no valen etiquetas. Hoy el problema es urgente. Y es de todos.

Si la década de los setenta fue el tiempo de la concienciación, y los ochenta, los años de los pioneros del reciclaje -recuerden: cuando los electrodomésticos todavía se reparaban, diseñadores como Ron Arad buscaban nuevos usos para el desguace de coches-, los noventa se convirtieron en los de las grandes reuniones mundiales: la cumbre de Río, en 1992, y la firma del Protocolo de Kioto, en 1997, pintaron un panorama tan desalentador por el estado del mundo como por la incapacidad de sus dirigentes para ponerse de acuerdo. La otra cara de los noventa fueron las iniciativas de algunas grandes industrias como la holandesa Philips, pionera en exigir a sus proveedores y unidades de venta el certificado de sistemas de gestión ambiental ISO 14000: el sello verde que garantiza un funcionamiento poco contaminante. En los noventa apareció también una asociación internacional: el World Business Council for Sustainable Development (Consejo Mundial de Empresas para un Desarrollo Sostenible), 175 grandes firmas, entre las que se encuentran Nokia, Coca-Cola, Bayer, Henkel, Michelin, Renault, L'Oréal, Mercedes, Vodafone, General Motors o Time Warner, firmaron un compromiso para mejorar sus productos y fábricas desde el punto de vista ecológico. Sólo dos eran españolas (el grupo cementero Uniland y la asociación de empresas de la construcción Acciona). ¿Y en qué se tradujo? En demasiado poco, todavía. Acciona, por ejemplo, se comprometió en 2003 a que al menos uno de los productos empleados en sus obras no generase residuos tóxicos. Es algo, pero es insuficiente. Lo escuchamos cada día en los informativos: sequía, desertización, inundaciones… el problema avanza como los desastres: a zancadas. Y las soluciones llegan como las medicinas caras: con cuentagotas. No hay Gobierno que no cuente con un ministerio de Medio Ambiente. Hay más premios a las empresas con iniciativas sostenibles que acciones sostenibles reales. Es cierto, es necesaria la información para poder actuar luego. Y en España nos encontramos en esa primera fase de dar a conocer el problema para -esperemos- poder atajarlo. Pero somos un país que todavía no sabe, o no quiere saber, cómo cuidar el medio ambiente. Los que lo hacen son la excepción, los extraños, hippies, "unos iluminados".

Algo de eso también se cuece en los cenáculos ecológicos. Las historias personales de quienes han dedicado su tiempo al diseño o a la arquitectura ecológica contribuyen al mito. Por lo general hablan de cambios vitales. De antes y después en sus listas de prioridades y en sus vidas. Así, el australiano Glenn Murcutt es un arquitecto atípico. No le interesa construir por todo el mundo. Cree que uno sólo puede construir en el paisaje que conoce y con una condición fundamental: para mejorarlo o, al menos, para no dañarlo. El arquitecto español Luis de Garrido sostiene sin sonrojarse que fue la lectura de una novela de John Grisham, Causa justa, lo que le indicó el camino hace unos años. "Hoy construyo viviendas sostenibles por ética. No me saldría hacer las cosas de otra manera". Recientemente, otro best seller, Estado de miedo, en el que Michael Crichton denuncia la existencia de organizaciones dispuestas a provocar catástrofes ecológicas para beneficiarse, podría hacerle cambiar de opinión. No es una broma. Como todo lo desconocido, como todo lo que recibe atención repentina, la sostenibilidad y la ecología son terreno abonado para pancistas. Como lo fueran los alimentos lights, bajos en calorías, numerosos productos se venden con el reclamo de ecológico en letras grandes. ¿Pero qué es lo ecológico? ¿Qué hace una vivienda sostenible? ¿Construir con madera es más ecológico que fabricar con plásticos? Depende de dónde provenga la madera, de cómo se haya obtenido el plástico, de cuánto vayan a durar los productos y de qué pueda ocurrir con ambos materiales después. Con etiquetas y sin información estamos perdidos: la ecología podría caer en manos de oportunistas antes de tener su oportunidad.

Es evidente que hay motivos de preocupación. Pero ¿hay algún motivo para el optimismo? Los hay. Existe un índice Dow Jones de la sostenibilidad. Todo un signo. No sólo se valora de las empresas su cotización económica. Su sostenibilidad es información fundamental para prever su futuro. Además, tanto en los estudios de diseñadores de vanguardia (por ejemplo, los hermanos Campana de Brasil) como entre los más afamados (digamos el francés Philippe Starck) proliferan productos sostenibles. Pero si las empresas deben reciclar, limitar el gasto energético y no contaminar, ¿qué hace que un mueble sea más o menos sostenible? Una acumulación de virtudes que va desde su duración hasta su posible uso polivalente, pasando por los materiales (reciclados o fácilmente reciclables) con los que está construido o la cantidad de energía que precisa para fabricarse hasta el hecho de que ese proceso no produzca residuos contaminantes.

¿Existen productos así? Cada vez más. En España, las pinturas Proa cuentan con el sello ecológico de la Unión Europea. Sus envases provienen de plástico reciclado, y la pintura contiene un 45% menos de productos tóxicos que otras. La mayor exportadora de sillas, la valenciana Andreu World, ha sido pionera en la obtención de la certificación ISO 14000 en el mundo del mueble. Y han sido sus clientes extranjeros los que le han exigido ese alto nivel de sostenibilidad, que pasa, entre otras cosas, por fabricar sus muebles con madera procedente de talas selectivas, utilizar para sus embalajes y tapizados cartones reciclados y reciclables, eliminar residuos de disolventes en sus propias instalaciones y que las colas que utiliza no emitan sustancias nocivas.

Lo explica el arquitecto William McDonough, va a ser la globalización la que, paradójicamente, haga el mundo sostenible: la estricta normativa de algunos países en materia medioambiental terminará por aplicarse a todos los productos que viajen por el mundo. No en vano una de las firmas más internacionales de nuestro país, Camper, también ha abierto camino en la historia de la sostenibilidad nacional. En 2000 lanzó al mercado los zapatos Wabi, fabricados con sólo tres elementos (frente a los 60 que requiere la mayoría del calzado) y con muy pocas operaciones industriales. El resultado es un hecho: la fabricación de este calzado consume mucha menos energía y además los zapatos son fácilmente reciclables. La bioconstrucción también está presente en la empresa mallorquina. Sus hoteles Casa-Camper emplean energía solar para calentar el agua de la ducha y posteriormente la reciclan para su uso en la cisterna (sin procesos químicos intermedios). Más motivos para el optimismo: AENOR, el organismo español que concede el certificado ISO 14000, ha aprobado un plan de Iberdrola para reducir la emisión de dióxido de carbono en 90.363 toneladas al año. Con iniciativas como ésta, España se ha convertido en el tercer país del mundo en voluntad ecológica. Son 6.473 las empresas nacionales que cuentan con este sello. Aunque sigue siendo poco. El hecho de que sean muchas más, 40.972, las firmas que se enorgullecen de poseer el sello ISO 9000 -que testifica otro baremo distinto: la calidad- delata que la sostenibilidad es una preocupación minoritaria y reciente.

Para muchos, el futuro será más sostenible o no será. Pero para otros, ésta sigue siendo una peculiar cuestión de futuro, para afrontar en el futuro, queremos decir. Así, son muchas las empresas que anuncian una preocupación por el tema. Pero la mayoría, más como propósito que como hecho. La multinacional Toyota ha apostado por el objetivo de "emisiones cero" para su última campaña de publicidad. El deseo está todavía por encima de los hechos. Para lograrlo hablan de una combinación entre motor eléctrico y otro de gasolina para conseguir la energía de automoción más limpia hasta el momento. La iniciativa cuenta: los coches deberán protagonizar el último paso. Energías alternativas también para ellos, peajes disuasorios para entrar en las grandes ciudades y, sobre todo, mejorar y hasta civilizar el transporte público deberán ser realidades, no sólo retos de futuro. Todos -ciudadanos, arquitectos, diseñadores y políticos- tenemos distintas asignaturas pendientes. La pregunta, sin embargo, es común: ¿cómo podemos contribuir desde nuestras casas a hacer un planeta más sostenible?

Las viviendas del futuro deberán ser sanas. Deberán emplear -por ley, por economía o por sentido común- otras energías, como la solar. Muchos edificios generan ya (gracias a placas acumuladoras instaladas en sus azoteas) el 50% de la energía que consumen. Y el objetivo es llegar al 100%. Una arquitectura que atraiga al sol en invierno y lo mantenga alejado en verano puede contribuir notablemente al ahorro energético. ¿Cuáles son los trucos? Más allá de los paneles acumuladores, algunos muy antiguos: la buena orientación, los materiales aislantes.

El agua es otro bien en peligro. Un lujo que empleamos -en su forma potable- para limpiar los coches, para asombro de nuestros vecinos europeos, o que dejamos escapar por la cisterna. Aunque, también es cierto, cada vez menos. La mayoría de los inodoros se fabrican hoy con una cisterna que permite su vaciado completo o parcial. Según se precise. Los llamados depósitos de aguas grises (que reciclan el agua que desechamos en el lavabo y la ducha para volver a emplearla en la cisterna) son ya una realidad en muchas viviendas. Y terminarán por imponerse en el resto de los hogares.

También los materiales domésticos están cambiando. El sello FSC garantiza que la madera empleada en la fabricación de un mueble proviene de una tala selectiva. Puede parecer una excentricidad solicitar ese comprobante. Pero, ¿a alguien se le pasaría por la cabeza comprar alimentos que contuvieran conservantes probadamente cancerígenos como antes ocurría? Hay más. Si realmente queremos ser ecológicos, si nos preocupa dejar a nuestros hijos un planeta en el que se pueda respirar, se nos abre un mundo de posibilidades. Para aislar las viviendas se pueden emplear materiales naturales, como corcho reciclado, cáñamo o espumas de polietileno, que sí son ecológicas. Las bajantes y los desagües de este material también pueden sustituir al PVC, tan abundante, porque éste genera compuestos venenosos en su proceso de fabricación. El arquitecto Luis de Garrido asegura que todos estos productos tienen un precio similar al de los que sí contaminan y producen dolores de cabeza o enfermedades más crónicas. ¿Por qué no se utilizan entonces? Garrido sostiene que los cambios complican la vida: "La construcción es un negocio basado en la inercia. El negocio está en la calificación del suelo; la construcción es sólo una excusa para rematarlo. Pero la Administración tiene las manos atadas: no puede hacer normas contra el motor económico en que se ha convertido la construcción. Por eso hablan y hablan, pero no hacen nada".

Algo sí hacen. Por lo general responden a las demandas del ciudadano. Las calles de las ciudades están salpicadas de contenedores de distintos colores para clasificar los diversos productos reciclables. Los hay incluso para pilas y móviles. Es un hecho, tendemos hacia el reciclaje. En Alemania, quien elige no hacerlo paga más impuestos municipales por recogida de basuras. Aunque sea más como respuesta que como propuesta, en algunos campos la ley sí ayuda a perfilar el futuro. ¿Quién velará entonces por la salud de nuestros hogares? El diseño sostenible ideará nuevos objetos con materiales reciclados o proveedores de nuevos usos para aprovechar antiguos productos, la arquitectura bioclimática nos ayudará paulatinamente a recuperar el equilibrio con el entorno. Pero será el mercado el que nos dejará -o no- ser sostenibles. Y nosotros, como consumidores, los que, eligiendo unos u otros productos, haremos valer nuestra opinión y nuestra elección. Con cambios de materiales, de objetos y de energías, qué duda cabe, la imagen de los hogares también está cambiando. Caminamos hacia una nueva estética que, esta vez, quiere también ser ética.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_