Una ración de crichtonita
Los ecologistas, además de insensatos, pueden ser malos: una banda fanática en alianza con avariciosos abogados y universitarios viciosamente hedonistas que fingen preocupación por el clima y el dióxido de carbono. Estos terroristas meteorológicos han planeado un programa de acción directa bastante reprobable: desbordamiento de ríos, maremotos, huracanes y desprendimientos de hielo en la Antártida. No reparan en víctimas ni medios. Manejan submarinos, generadores de cavitación hipersónica y misiles excedentes del Pacto de Varsovia. Operan en el Polo, el Caribe, las islas Salomón y el desierto de Arizona. Son capaces de desatar una tormenta eléctrica en una habitación. Disparan sobre sus enemigos rayos verdaderos en vez de balas, o recurren a un arma puramente ecológica, repugnante, el letal pulpo enano australiano de anillos azules.
ESTADO DE MIEDO
Michael Crichton
Traducción de Carlos Milla
Plaza & Janés. Barcelona, 2005
686 páginas. 22 euros
Así los imagina Michael Crichton, que acertó a fundir el turismo de masas con una plaga de dinosaurios. Estado de miedo (State of Fear, 2004) es una novela pedagógica. Transmite una doctrina insistente y fundamental: el calentamiento planetario es mentira. Pero Crichton, como quería el clásico Lucrecio, emborriza su áspera ciencia en la miel del entretenimiento: aventuras y personajes trepidantes, el agente especial americano y su asistente nepalí, un joven y todavía honrado abogado de California, la bellísima ayudante de un filántropo millonario. El agente especial reeduca al abogado ecologista e ingenuo, y de paso ilumina al lector: todo lo que ha oído sobre el efecto invernadero es la invención melodramática de una camarilla política, jurídica y periodística, avalada por universitarios venales y vanidosos.
La frialdad de juicio del agente de Crichton se apoya en gráficos de la NASA y listas de monografías y artículos sobre el clima, pero el estímulo emocional lo pone la maldad de la banda terrorista ecológica, que llega a utilizar tribus rebeldes melanesias de cazadores de cabezas. Se comerán vivo a un actor de Hollywood que acaba de interpretar el papel de presidente de Estados Unidos y no creía en la existencia de caníbales. Yo, por decir algo, diría que Estado de miedo es una obra de neovanguardia, o por lo menos parece recuperar la iconoclastia de los poetas futuristas y soviéticos de 1920, su celebración de las máquinas, la violencia y la velocidad. Rechaza la introspección. Todo es rápido diálogo en voz alta, y el carácter de los personajes está en su pinta, la marca del coche, el tener o no tener pistola.
El espacio que domina el
agente especial americano es mundial, porque el mal es mundial, de la Antártida a Islandia, y de Tokio a Kota. Como a algunos poetas modernos de 1920, a Crichton le gustan mucho las siglas, NERF, IDEC, NSIA, IADG, MIT, MCG, PLM, y el delirio maquinista con que se arman los malvados: depósitos de fermentación para bacterias oxidantes del amonio, unidades magnetohidrodinámicas transportables, procesadores de impactos resonantes. Como en los antiguos folletines, el lector recibe una mezcla de fábula y conocimientos auténticos: la historia del parque de Yellowstone y la prohibición del DDT, el dato de que Australia es el país con más animales venenosos de mordedura mortal, o la proclamación terminante de que la atmósfera es un gran misterio y el Protocolo de Kioto una majadería. Como dice la sobrina del agente especial americano, "en esencia, la amenaza del calentamiento del planeta no existe, e, incluso si fuera un fenómeno real, seguramente redundaría en un beneficio neto para la mayor parte del mundo".
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