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Reportaje:MAPA LITERARIO DE ECUADOR

Narrativa: olvidos y presencias

El por qué los ecuatorianos de hoy salen en busca de nuevos horizontes económicos es fácil de precisar. El por qué los escritores o la literatura ecuatoriana no emigra es mucho más complejo, y ello implicaría entrar en los vericuetos de la sociología del gusto literario.

El pueblo ecuatoriano en su mayoría no lee. La cultura ecuatoriana tiende a lo oral antes que a la letra. Predominan el diálogo, la pantalla y el son. Pregúntesele a casi cualquier ecuatoriano que recorre las calles de Madrid sobre las eliminatorias del Mundial de Fútbol y seguro que responderá que su país está clasificado para el torneo de 2006 en Alemania. Escasos serían, asimismo, los que no tararearían las melancólicas canciones asociadas con Julio Jaramillo.

Resulta más que suficiente en un pequeño país, parco en lectores, el que exista un corpus de narradores de valía como el planteado
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Pregúnteseles sobre los cracs de la historia literaria del país y quizá lleguen a responder con nombres como los de José Joaquín de Olmedo, Juan León Mera y Juan Montalvo. Es probable que hayan leído algo de La victoria de Junín (1825), de Cumandá (1871) o de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895).

Pocos cuestionarían el valor de esas obras. La mayoría no estaría al tanto, sin embargo, de que en los años treinta del siglo pasado surgió en su país una generación de escritores que cuestionó esa tradición literaria por lo que ellos llamaban falta de autenticidad, de ecuatorianismo. No está claro eso del ecuatorianismo. Hoy por hoy, sin embargo, esa generación -representada por Jorge Icaza (1906), José de la Cuadra (1903) y Pablo Palacio (1906)- es la que resulta más vigente en términos de una tradición narrativa ecuatoriana.

El resto del siglo constata al menos tres grupos de narradores. En primer lugar los nacidos entre guerras: Jorge Enrique Adoum (1926), Alicia Yánez Cossío (1928) y Miguel Donoso Pareja (1931). El exilio, el desarraigo, la nostalgia, la vuelta al país de origen, los encuentros y desencuentros culturales, la atención a la sintaxis narrativa y a sus posibilidades experimentales serían algunos de los atributos que comparten estos tres escritores que coinciden con la omnipresencia del boom latinoamericano. Añádase que el oficio de escribir bien y de hacerlo con responsabilidad artística precisa el sentido de innovación y ruptura de sus obras. El mundo de indios, cholos y montubios va quedando a la zaga. Prevalecerá la vivencia urbana.

En Adoum, lo cosmopolita y lo nacional, la riqueza y la miseria, nutren las novelas Ciudad sin ángel (1995) y la galardonada Entre Marx y una mujer desnuda. Texto con personajes (1976). Reflexión sobre el arte de novelar y la función del escritor; es también una penetrante revalorización del pasado social y literario del país.

Yánez Cossío irrumpe en el ámbito literario con una voz femenina auténtica, inusitada. Objeto de premios y traducciones, cuenta con un haber de relatos y novelas de admirable calidad y amplitud: Bruna, soroche y los tíos (1971), La cofradía del mullo del vestido de la Virgen Pipona (1985), El Cristo feo (1995), Y amarle pude

... (2000), Sé que vienen a matarme (2001).

Donoso Pareja es autor de cuentos, novelas, ensayos, crítica, poesía. Todo lo que inventamos es cierto (1990) es su más reciente colección de relatos. Henry Black (1969), Día tras día (1976), Nunca más el mar (1981), Hoy empiezo a acordarme (1995), La muerte de Tyrone Power en el Monumental del Barcelona (2001) son sus novelas más elogiadas. En conjunto remiten a una sensación de crisis y exilio ante valores en transición que apuntan a una tenaz búsqueda de formas expresivas.

Resulta más que suficiente en un pequeño país, parco en lectores, el que exista un corpus de narradores de valía como el planteado, y ello dejando fuera a tantos como, por ejemplo, a Adalberto Ortiz (1914-2003) y su canónico Juyungo: historia de un negro, una isla y otros negros (1943).

El hecho es, no obstante, que una subsiguiente promoción de escritores abulta en nombres. Queda por verse la permanencia de muchos. Mi antojo advierte dos grupos. Uno, nacido en torno a los años 1940, que empieza a instituirse hacia los ochenta; y otro, más joven, cuya voz prorrumpe hacia los noventa. Fútil abarcarlo todo. Cabe recurrir, cuando mucho, a motivos y tendencias.

Por el sentido de ruptura y re-

novación, amén de visibilidad nacional o internacional, vienen reclamando autoridad e influencia, entre los ya maduros, Carlos Béjar Portilla, Jorge Dávila Vázquez, Iván Egüez, Eliécer Cárdenas, Modesto Ponce Maldonado, Raúl Pérez Torres, Huilo Ruales, Abdón Ubidia y Jorge Velasco Mackenzie.

La recuperación y fabulación de lo histórico y popular organizan La Linares (1976), de Egüez; María Joaquina en la vida y en la muerte (1977), de Dávila Vázquez, y Polvo y ceniza (1979), de Cárdenas. La mujer-leyenda, la dictadura y la picardía afloran en aquélla. Lo provinciano, imbricado en una exigente estructura, en la segunda. Lo mitopoético, el mundo del bandolero, en la última. Tambores para una canción perdida (1986), de Velasco Mackenzie, incorpora lo mágico dentro de esta línea.

La ciencia-ficción entra en la narrativa ecuatoriana vía Osa mayor (1970) y Samballah (1971), de Béjar Portilla, relatos visionarios que proponen distancias tecnológicas entre un ahora y un futuro, entre metrópoli y periferia: que impugnan la deshumanización que entraña la tecnología moderna.

Entre los integrantes de la promoción más joven, aquellos de uno u otro lado de los cuarenta años, suman Carolina Andrade, Marcelo Báez, Aminta Buenaño, Juan Castaño Escobar, Yanna Hadatty, Gilda Holst, Sonia Manzano, Liliana Miraglia, Livina Santos, Edwin Ulloa, Leonardo Valencia, Raúl Vallejo, Marcela Vintimilla. Destacan Holst, Miraglia y Buenaño dentro de una robusta actividad narrativa que, con o sin feminismos, centra su interés en torno a la crisis que atraviesa la situación de la mujer en nuestras sociedades. Más ingeniosidad y sutileza en las primeras dos. Holst la de mayor producción y visibilidad. Sujetos en desasosiego, identidades posmodernas, el anhelo de centro, de dar con un encuentro vital, primario, delinean sus inquietudes y su sentido de humor en sus relatos, Más sin nombre que nunca (1989), Turba de signos (1995), y en su novela, Dar con ella (2000). Miraglia también recurre al humor. Una nota de misterio, de lo inasible e inexplicable, ronda sus narraciones de El lugar de las palabras (1986) y Un close up prolongado (1996). La otra piel (1994), de Buenaño, apunta el arrebato erótico y corporal. El referente femenino remite al ámbito de otros marginados actuales. Fiesta de solitarios (1992), de Vallejo, por ejemplo, destapa los anhelos y transgresiones de los homosexuales.

La cultura popular y los medios masivos de comunicación -música, cine, vídeos, Internet- se constituyen en otra de las directrices que forma e informa la narrativa de varios de este grupo. El mismo Vallejo ha novelado en Acoso textual (1999) el espacio fragmentado, posmoderno, carente de espesor humano, que conlleva la comunicación electrónica. También sintomático de tendencias antisociales es Tan lejos / tan cerca (1997), de Báez, novela en la que la adicción a la imagen cinética borra el sentido de realidad, convierte al vivir en un simulacro. Una excepción quizá provenga de referentes que remiten a grupos históricamente relegados, donde el empleo de lo popular es un instrumento para exigir derechos e identidades. En Así se compone un son (1999), Castaño Escobar recurre a la música para reclamar voz y conferir expresión a los personajes afroecuatorianos de sus relatos. Se suma así a una larga tradición.

Vista panorámica de Quito, capital de Ecuador.
Vista panorámica de Quito, capital de Ecuador.REUTERS

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