Letras mediterráneas
La mediterraneidad es un rasgo determinante para entender Bolivia. Sus efectos se perciben no sólo en términos geopolíticos o económicos, sino también y sobre todo a un nivel simbólico. Porque este cerco de tierra, además de haber encerrado al país parece haberlo mantenido un poco más lejos del mundo. Con esta idea se puede emprender, de alguna manera, un acercamiento a las letras bolivianas, generalmente muy poco conocidas fuera de sus fronteras. Clásicos como Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela con su extraordinaria crónica de la Villa Imperial del Potosí colonial; el gran estilista que fue Gabriel René Moreno; Adela Zamudio, poeta y narradora que rompió esquemas en una época donde sólo los hombres tenían acceso a la producción intelectual -camino que posteriormente seguirían María Virginia Estensoro o Hilda Mundy- ; poetas de la talla de Franz Tamayo o Ricardo Jaimes Freyre; novelistas como Carlos Medinaceli, Nataniel Aguirre, Jorge Suárez, Marcelo Quiroga Santa Cruz o Jaime Sáenz, por nombrar sólo unos pocos, son escasamente conocidos por estudiosos fuera de Bolivia. Si bien cada escritor siguió más o menos de cerca los dictados de su época, tanto literaria como histórica, recreándola según su particular universo, una característica común imperante hasta hace pocas décadas dentro de la literatura boliviana es un declarado esfuerzo por narrar el país, que se traduce en obras de marcado corte realista, y con una fuerte tendencia sociológica.
Este país encerrado parece haberse mantenido más lejos del mundo
No es hasta mediados de los años ochenta del siglo XX que el horizonte comienza a ensanchar sus límites visiblemente. Novelas como El otro gallo o Rapsodia del cuarto mundo, de Jorge Suárez, cuestionan el sentido de la realidad desde el poder del lenguaje; o bien desvelan el otro lado de esa realidad como en Felipe Delgado, la compleja novela de Jaime Sáenz, que transcurre por los escenarios periféricos de la ciudad de La Paz y donde cobran vida personajes totalmente ajenos al ámbito hegemónico.
Otro interesante trabajo en el lenguaje, desde ámbitos más regionales, se encuentra en Jesús Urzagasti que, en palabras del poeta Eduardo Mitre, "funda un espacio de la memoria y el deseo" donde puede presentirse "la causalidad misteriosa que acaso gobierna el destino humano", redescubriendo el escenario y el lenguaje del Chaco boliviano. También en la narrativa de Manuel Vargas que recrea la vida cotidiana y el habla del mundo rural. O en Adolfo Cárdenas o Víctor Hugo Viscarra, quienes en un tono sarcástico y humorístico, han sabido rescatar los lenguajes y códigos marginales del hampa paceña.
Dentro de esta línea de exploración lingüística, resaltan novelas como Manchay Puyto: el amor que quiso olvidar Dios, de Néstor Taboada Terán, "en la cual la inserción, sabiamente administrada, de voces y frases quechuas, teje un texto híbrido o mestizo", para volver a usar palabras de Mitre; o la reciente novela De cuando en cuando Saturnina/Saturnina from time to time (2004), de la antropóloga y escritora Alison Spedding, que puede ser considerada como una de las más arriesgadas apuestas de ciencia-ficción, o ciberpunk, donde el español, el aimara y el spanglish se mezclan en una delirante trama anarco-futurista.
Obras como El viaje, de Rodrigo Antezana, incursionan también en la ciencia-ficción, aunque siguiendo una línea, si acaso, más clásica dentro del género; Potosí, 1600, de Ramón Rocha Monrroy, o La ciudad de los inmortales, de Homero Carvalho, son de los pocos acercamientos recientes a la novela histórica. Dentro de la llamada novela negra, puede situarse la excelente American Visa, de Juan de Recacochea, o Mundo Negro, de Wilmer Urrelo. Otro género muy poco común en Bolivia es el fantástico que, si bien encuentra sus primeros arranques en los cuentos de Óscar Cerruto, tiene ahora un serio representante en Emilio Martínez, con libros de vertiente borgeana como Noticias de Burgundia o Macabria, y más recientemente la novela El huésped, de Gary Daher.
Todos estos libros y autores son síntomas de los nuevos aires que ha comenzado a respirar la literatura boliviana en los últimos años, y si bien todavía no se puede hablar de un proyecto conjunto, sí es posible encontrar serias propuestas individuales que han comenzado a sacudirse el peso que anteriormente obligaba a los escritores a inscribirse en una línea de compromiso sociopolítico para narrar la nación desde ese punto.
Poco a poco las preocupaciones literarias se están desplazando del ámbito social para darle más espacio a la individualidad de los personajes. El campo y lo rural también están siendo gradualmente reemplazados por una narrativa de tendencias más urbanas. Las crisis políticas o sociales -que no han dejado de sucederse dentro de la historia boliviana-, de haber sido la base desde donde se construía una novela, están retirándose a discretos segundos planos, o meros telones de fondo para historias que hablan de la vida cotidiana o la subjetividad de individuos comunes y corrientes. Esta mayor diversidad de registros ha dotado a las nuevas generaciones de escritores de una libertad temática y expresiva que podría estar anunciando un importante quiebre al interior de las letras bolivianas. En medio de este escenario resaltan escritores como Edmundo Paz Soldán, cuyo proyecto literario es uno de los más sólidos y prolíficos dentro del panorama actual. En su literatura se mezcla la tecnología de punta y los medios masivos de comunicación con un ambiente donde el subdesarrollo, la pobreza y el caos político conviven con la prisa de los tiempos contemporáneos; Giovanna Rivero, que con prosa cada vez más firme y un fino desparpajo, ha sabido redimensionar la figura de la mujer dentro de la narrativa boliviana, a tiempo de abrir nuevos espacios en el terreno de la literatura erótica, entre la que también se pueden contar novelas como La gula del picaflor, de Juan Claudio Lechín (ganadora del Premio Nacional de Novela, 2003); Los labios de tu cuerpo, de Gonzalo Lema, o Desnúdese el desnudo, de Wolfango Montes, por nombrar algunos. Además hay escritoras que están luchando por conseguir una individualidad real en medio de este mapa: Claudia Peña, Centha Reck, Ximena Arnal Frank, Roxana Selum, Virginia Ayllón o Marcela Gutiérrez.
Existen también autores como Gary Daher o Cé Mendizábal, que han incursionado en varios géneros (narrativa, poesía y ensayo) y, a partir de la apertura de nuevos territorios, registros y tonos, están desentrañando en sus obras el ser y quehacer de lo boliviano desde una perspectiva más universalista; o un autor como el último ganador del Premio Nacional de Novela, Eduardo Scott, que se atrevió con una novela ambientada en el extranjero.
Todos estos libros y autores son una escueta muestra del momento -aparentemente saludable- por el que está pasando la literatura boliviana. Considerada por muchos una etapa de quiebre, si la actual producción literaria logra consolidarse y sostenerse a futuro, no estará lejano el día en que Bolivia pueda ocupar un lugar autónomo y visible dentro de la narrativa hispanoamericana.
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