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Estados Unidos, noviembre de 2005

El gran mafioso estadounidense Al Capone no fue a la cárcel por crimen organizado ni asesinato, sino por evasión de impuestos. Me acordé de ello mientras veía al fiscal especial explicar solemnemente que el procesamiento del jefe de gabinete del vicepresidente, Lewis Libby, por obstrucción de la justicia, no tenía nada que ver con la guerra de Irak. Por supuesto que tiene todo que ver con la guerra. El presidente y el vicepresidente han mentido al público y han difamado a conciudadanos suyos repetidas veces. ¿Es posible que (como ocurrió con Watergate y la larga agonía de la presidencia de Nixon) el juicio de Libby lleve a la destitución de Cheney y el propio presidente?

Por el momento es imposible saberlo. Los sondeos de opinión pública muestran a un presidente en caída libre. La mayoría de la gente cree que el presidente es deshonesto y que la guerra de Irak fue un error. Mientras tanto, los planes del presidente en política interior se desintegran. Retiró la candidatura al Tribunal Supremo de la abogada de la Casa Blanca, Harriet Miers, debido a la oposición tanto de demócratas como de republicanos. Su plan de privatizar el sistema de jubilación universal de la Seguridad Social está bloqueado. Su desesperada acción improvisada tras el fracaso de su Gobierno en los recientes huracanes -la propuesta de fondos para restablecer las vidas de los desplazados- se ha visto interrumpida. La mayoría republicana del Congreso insiste en que no haya más gasto, sino menos, excepto para "defensa" y "seguridad".

Los republicanos opinan, como el propio presidente, que la solidaridad social no es responsabilidad del Gobierno de "la nación más grande de la tierra". Los recortes fiscales han enriquecido al 20% que constituye la franja superior en la escala de rentas y riqueza. Un programa acumulativo de desregulaciones ha reducido la protección de los consumidores y los trabajadores contra el fraude, la explotación y las amenazas a la salud. Los recortes de los programas médicos y sociales han acentuado la pobreza y la marginación de quienes ocupan la franja inferior de la sociedad (el 15%, que incluye a 45 millones de personas). Los que están en medio han experimentado un empeoramiento constante de su nivel de vida. El presidente y su Gobierno niegan que la degradación ambiental sea un peligro.

Como en los últimos días del Imperio Romano, la escasez de panem está compensada por la amplia provisión de circenses, que, en Estados Unidos, son de dos tipos. Uno consiste en la pornografía de la violencia (junto a la estúpida trivialización de la existencia) completamente al alcance en la televisión y los vídeos. El otro entretenimiento de los estadounidenses es la práctica de la religión. El presidente habla en nombre de los tradicionalistas religiosos, apoya la penalización del aborto y la enseñanza del creacionismo como ciencia, y se opone a las uniones entre homosexuales. Sin embargo, dado que no hay una policía de tipo talibán que controle cada dormitorio del país, los estadounidenses se comportan como seres humanos con todos sus fallos. Hasta los que se oponen a la modernidad, muy a su pesar, son modernos. El pluralismo moral del país indigna a los beatos. (Se opusieron a la candidata del presidente para el Tribunal Supremo, calificada por la Casa Blanca como "una buena cristiana", por sospechas de que es lesbiana). En realidad, la mayoría de los cristianos en Estados Unidos son muy tolerantes; pero los otros hacen mucho más ruido.

A los republicanos laicos les preocupan más los beneficios que el pecado. Creen en el imperio americano, pero tienen en cuenta sus costes. Ahora, muchos piensan que la guerra de Irak está siendo demasiado cara. Empieza a haber entre los responsables de la política exterior una rebelión, encabezada por el primer consejero de Seguridad Nacional del presidente Bush, Brent Scowcroft. Las voces más inteligentes de la capital muestran a las claras su inquietud por el gigantesco déficit en la contabilidad nacional. Los medios de comunicación, tan dispuestos a colaborar con la Casa Blanca hace sólo dos años, hoy critican al Gobierno. El presidente sigue creyendo que Estados Unidos tiene una misión de Dios, pero el profeta puede quedarse solo en el desierto.

Los neoconservadores, tanto dentro como fuera del Gobierno, están aislados. Es absurdo suponer que Bush, Cheney o Rumsfeld hayan abierto jamás un libro de su supuesto padrino intelectual, el filósofo Leo Strauss. (Cuando estaba vivo, Strauss negó todo deseo de influir en la política). Su nombre se ha utilizado para dar a los neoconservadores un aura de cultura y profundidad, dos cosas de las que carecen. En realidad, son unos ideólogos superficiales, dedicados a hacer apología del poder estadounidense, y su imagen simplista del mundo se ha hecho añicos.

No obstante, el presidente puede confiar en la desdichada actuación de los demócratas. En las circunstancias actuales están teniendo una pasividad asombrosa. Los sondeos muestran que la mayoría de los estadounidenses está a favor de la intervención del Gobierno para lograr la igualdad económica y rechaza el unilateralismo en la política exterior. Los demócratas han permitido que los republicanos establecieran las prioridades políticas: "fuerza" en el extranjero, "valores familiares" y "gobierno limitado" en política nacional. Los republicanos han recibido miles de millones de dólares de los grupos de intereses económicos a los que favorecen y han movilizado a sus votantes fundamentalistas. Y han explotado -sin duda en el 2000 y tal vez en el 2004- los defectos del sistema electoral.

Todo eso es verdad, pero los demócratas tienen una parte considerable de responsabilidad por sus derrotas. Un sector del partido (los autodenominados "nuevos" demócratas) denigra su legado reformista y partidario de la redistribución. Sufren enconadas divisiones a propósito de la política exterior. Su relación con el lobby israelí es un obstáculo para el realismo en Oriente Próximo. Es, desde luego, un obstáculo para la recuperación de un internacionalismo reflexivo, y deja al partido sin defensa contra los fraudes de la "guerra contra el terrorismo" y la campaña de Bush por la democracia mundial (Hillary Clinton denuncia a los palestinospero mantiene un silencio clamoroso sobre Irak). Bush les desprecia tanto que, incluso en su difícil situación actual, les ha desafiado nombrando para el Tribunal Supremo a un juez al que el líder demócrata en el Senado, el senador Reid, le había recomendado explícitamente que no propusiera. Seguramente, Bush piensa que, en última instancia, siempre puede ordenar algún ataque militar contra Irán o Siria para callar a la oposición.

Los demócratas, pese a contar con algunas personas interesantes dentro y fuera del Congreso y con su reserva intelectual en las universidades, siguen siendo incapaces de elaborar un proyecto nacional alternativo. Los activistas del partido, en su mayoría, se desesperan con sus líderes. Tal vez alguno de los aspirantes a las elecciones presidenciales de 2008 aborde las cuestiones del exceso de dedicación al imperio y la insuficiencia de recursos domésticos (el ex senador John Edwards y el senador Russell Feingold son los únicos que hablan de ello por ahora) y logre entusiasmar a la gente. Sin una presión constante de la oposición, los tribunales van a resistirse claramente a perseguir los delitos del Gobierno. Y, mientras tanto, gran parte de la opinión pública cree que la política es tiempo perdido, una ficción llena de revuelo pero que no significa nada.

Muchos ciudadanos se concentran en sus vidas privadas, llenas de dificultades en una economía en la que casi todos tienen que correr el doble que antes para no perder el paso. No son capaces de interpretar sus problemas cotidianos en términos políticos. Algunos llegan a creer que todo lo relacionado con la moral sexual es más importante que la economía mundial. El presidente está cada vez más alejado de la realidad, y su mayoría en el Congreso, aquejada de corrupción. En estos momentos, el agotamiento de la democracia estadounidense es más visible que su capacidad de recuperación. Tal vez, en vista de todos estos problemas, algunos de nuestros amigos europeos tengan la amabilidad de ahorrarnos las evocaciones de los "valores comunes". Como nación, todavía tenemos que encontrar los nuestros.

Norman Birnbaum es profesor emérito de la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown y asesor del Caucus Progresista del Congreso. Su libro más reciente es Después del progreso. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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