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Pisuerga y el Estatut

Joan Subirats

Desde la aprobación del proyecto de Estatut hace poco más de un mes, hemos tenido una demostración diaria del dicho por el cual "ya que el Pisuerga pasa por Valladolid..." cada uno aprovecha para decir lo que le parece. Así se ha entendido e instrumentalizado el debate para que cada cual argumente o pontifique desde su propio sistema de valores, desde su propia estructura de necesidades, desde su propia agenda. Tampoco es la primera vez que eso ocurre. Lo que sí constituye una novedad es el número y la densidad de actores, intereses y protagonismos varios que parecen haber encontrado en el debate estatutario su gran ventana de oportunidad, el gran cruce de caminos en el que dirimir alternativas y prioridades. Si lo entendemos de esta forma, podremos quizá redimensionar un poco el vertiginoso y frenético ritmo con el que se han sucedido estas semanas todo tipo de afirmaciones, declaraciones aparentemente trascendentales, exabruptos y desbordamientos religiosos, económicos y sociales de personas y entidades que no parecen tener una relación directa con lo que, si lo miramos en su desnudez conceptual estricta, es una proposición de ley que inicia su andadura institucional y reglamentaria. La expectación que rodeaba ayer el inicio de tal procedimiento a partir de una simple toma en consideración sólo resulta explicable por la gran condensación de problemas y oportunidades que el debate del proyecto de Estatut permite y alimenta.

El proceso llevado a cabo en Cataluña antes del 30 de septiembre, si bien concentró mucha tensión y muchos juegos cruzados, no permitía imaginar lo que se nos venía encima. Teníamos y tenemos muchos frentes abiertos en el país. Un presidente de la Generalitat en busca de una legitimidad y espacio político autónomo que le permita desplegar su propia estrategia en un escenario gubernamental que por su propio origen acaba resultando muy rígido y difícil de mover. Unos partidos que buscan nuevos equilibrios con liderazgos nuevos o plurales y que aún están digiriendo su cambio de papel en el binomio gobierno-oposición. Y una opinión pública que ha ido pasando de la indiferencia y el hastío en relación con un proceso opaco poco prometedor a una expectativa de reforma más compartida y sentida como potencialmente favorable para aspectos concretos de nuestra complicada vida. Pero todo ello se ha quedado pequeño cuando tras la aprobación del proyecto de nuevo Estatut el mundo pareció venirse abajo, y de golpe se abrieron todas las espuertas de demagogia, fobias y desinformaciones apuntando en la misma dirección: el proyecto de Estatut como paradigma de todo lo negativo. Lo cierto es que a medida que pasan los días, uno se va dando cuenta de que para muchos que se agitan en todas direcciones lo de menos es el Estatut. Los hay, en Cataluña y en España, que observan amenazas u oportunidades en las revueltas aguas, y o bien lanzan campañas para reducir las cuotas de mercado de los antiespañoles catalanes, o bien temen perder esas cuotas (en uno u otro lado) y empiezan a sacar del armario la vieja y siempre efectiva "unidad de mercado" que ya sirvió hace 200 años para atajar la polémica federalista en los entonces nacientes Estados Unidos. Y ello arrastra a personas y comentaristas a los que uno imaginaba más curtidos o menos condicionados. El dinero y su forma de redistribución territorial acumula también tensiones y brinda el terreno propicio para que se comparen excepcionalidades vasco-navarras y carencias del resto, o para que se discutan nuevas y viejas formas de entender igualdad y solidaridad en momentos en que desde Europa parecen avecinarse declives decisivos en las ayudas distribuidas.

En el interior de las fuerzas políticas se juegan otras partidas, las que enfrentan a viejas y nuevas élites; unos envolviéndose cuidadosamente en las banderas y cicatrices de la transición política, y otros llamando a renovar unas bases de partida preeuropeas, predigitales y de prediversidad étnica, que aún se movían en las coordenadas mentales del industrialismo de la posguerra mundial y su consenso socialdemócrata-democristiano. La apuesta de Zapatero surge de esa renovación de élites, y ayer mismo lo recordó al referirse a la gente de su generación, nacida políticamente en plena democracia y sin las ataduras y compromisos de la transición, y dispuesta a mirar de manera distinta los problemas de siempre. Conseguir un Estatut aceptable para Cataluña y los barones territoriales socialistas abriría las puertas a la soñada pacificación de Euskadi y establecería sólidas bases para desplazar el eje político español de tal manera que la clásica combinación primera fuerza política en España-alianza con nacionalismos moderados periféricos sólo sería plausible por largo tiempo para el Partido Socialista. Y dejaría arrinconado y en las tinieblas losantianas-copernícolas a un Partido Popular muy escorado a la derecha.

Otros juegos menores se dilucidan en la justa estatutaria. Así, la liza entre juristas sobre las diversas interpretaciones, blindajes y niveles de detalle que una norma estatutaria puede o debe introducir, y sobre las consecuencias de todo ello en una Constitución que parece condenada a revisarse en poco tiempo. La posibilidad de que se plasmen de manera diversa derechos y deberes de la ciudadanía en diferentes comunidades autónomas. Las dudas sobre los elementos de bilateralidad y multilateralidad en las relaciones Europa-Estado-autonomías, y hasta qué punto ello hace más o menos urgente la reforma del Senado y en qué sentido debería plantearse. O si puede aceptarse un Estatut para Cataluña que no pueda "fotocopiarse" de manera sustancial para el resto de autonomías.

Ayer empezó el debate y todo ello y mucho más está metido en el saco. No nos extrañe pues la expectación, la tensión, los nervios o los diversos alfabetos de señales dirigidos a diferentes clientelas con que cada actor, presente o no en el edificio del Congreso de los Diputados, trata de influir y condicionar un momento específico de cambio legislativo que ha tenido la capacidad, el acierto y el inconveniente de concentrar esa multitud de juegos e intereses cruzados. Los vientos de la renovación (que pocos se atreven a considerar innecesaria, ni tan sólo la pequeña Leonor a sus pocas horas de vida) parecen soplar a favor de un desenlace medianamente positivo para la trayectoria de reforma estatutaria y constitucional. Pero no podemos ni debemos menospreciar la testadurez y fuerza de los que saben, perciben o imaginan lo mucho que tienen que perder con el envite.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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