Ser investigador en Euskadi
El desarrollo científico y tecnológico ha contribuido a configurar el progreso social, cultural y económico que hoy conocemos en la Europa occidental. Su aportación es indudable en telecomunicaciones, transporte, fabricación, construcción, energía y, así hasta un sin fin de ámbitos del saber. Los mismos avances han contribuido también a escalar hacia mayores cotas de calidad de vida derivada de los avances en salud o en desarrollo ambiental.
Sin embargo, la ciencia y la tecnología también poseen una dimensión antropológica y cultural, cuya importancia nuestra sociedad aún no tiene asumida. La cultura es un modo específico del existir y del ser como sociedad, y el proceso científico y tecnológico es un factor que genera un impacto significativo en la configuración de los patrones culturales de un país. La mayor o menor inversión histórica en la formación y capacitación de científicos, investigadores y tecnólogos se configura en la actualidad como un elemento esencial para medir la verdadera calidad intelectual de una comunidad. Así, más allá de la utilización instrumental del cuerpo investigador para generar desarrollos y aplicaciones tecnológicas, la reflexión que falta por hacer en Euskadi es acerca del papel que este activo humano tiene en la generación de una cultura del análisis, el rigor y la participación social, así como el que tiene también en la propia configuración de un tejido productivo competitivo y un tejido social intelectualmente comprometido.
A lo máximo a que pueden aspirar es a un periplo de años en condiciones de becario, temporalidad y, más aún, 'expatriación'
La conformación de un cuerpo investigador propio se configura, a nuestro entender, como la principal escuela de líderes sociales de un país y una fábrica inmejorable de capacidades intelectuales para la mejora del bienestar social, la competitividad económica y, lógicamente, el desarrollo científico y tecnológico. Pensamos que Euskadi no debe permanecer al margen de este proceso y que, a través de su Administración, debe mostrar un compromiso mucho más claro y definido que el actual.
Nuestra sociedad ha hecho en las últimas dos décadas un esfuerzo reconocible por preparar y formar investigadores. Los programas de becas de formación de graduados y doctores, dentro y fuera de nuestro sistema de ciencia y tecnología, son el mejor ejemplo de ello. Poco a poco se ha conseguido ir generando una pequeña masa de investigadores. Pero todas estas actuaciones son, en realidad, pequeños pasos en la buena dirección. Y, probablemente, los pasos no son sólo cortos, sino demasiado lentos. Estamos ya en un nuevo ciclo donde competimos también como sociedad y donde el conocimiento es ahora el gran paradigma sobre el que pivota nuestro devenir económico, social, ambiental y cultural. Por tanto, que se trata de la necesidad de establecer un cambio de escenario respecto al modelo anterior. La política de ciencia y tecnología debe reinventarse también en este aspecto y plantear con cierta urgencia pautas decididas en esta dirección.
Este cambio de timón pasa, quizás, en primer lugar por articular unas líneas básicas sobre las que construir este instrumento de realización personal que en otros entornos llaman "carrera investigadora" pero que aquí, como tal concepto, ni siquiera existe o, como mucho, se ha desarrollado de una forma individual y espontánea, derivada muchas veces de las propias inquietudes vocacionales de los investigadores; muy alejado, en cualquier caso, de cualquier sistemática de política pública. Es muy difícil atraer a personas brillantes hacia una carrera de investigación cuando lo máximo a lo que pueden aspirar en la mayoría de los casos es a un periplo de muchos años en condiciones precarias de becario, temporalidad y, más aún, expatriación, poco justificables si se proclama la relevancia de su papel como motor de la sociedad.
También es verdad que este desamparo del investigador es parecido en España y en muchas de las regiones y países europeos. Pero, al mismo tiempo, también muchos otros ya lo tienen plenamente asumido y resuelto, porque esta necesidad de plantear una carrera de investigación atractiva ha surgido hace ya muchos años e incluso siglos (algunos desde la era de la Ilustración). Son sociedades que, de hecho, han ido poco a poco construyéndose una elevada base intelectual y donde ahora existe una mayor sensibilidad y una mejor diálogo entre la ciencia y la sociedad que redunda en una sociedad mucho mejor educada con valores que cultivan la creatividad, la participación activa o el debate crítico, bases todo ello de una auténtica cultura democrática
Los responsables políticos y académicos de nuestro país deben ser conscientes de que ahora ya no vale sólo con desarrollar una función de ordenación científico-universitaria o con continuar con la formación de más investigadores y tecnólogos per se. Hablamos de formación básica internacional y de excelencia; de instituciones ágiles y predispuestas a incorporar nuevos investigadores; de un sistema universitario de excelencia científica; de movilidad en el entorno europeo y mundial; y hablamos, especialmente, de proyectos vitales que deben traducirse en condiciones laborales no sólo dignas sino homologables a las profesiones de mayor prestigio social.
Todo este planteamiento supone un salto cualitativo en la concepción de las prioridades de esta sociedad que trasciende la responsabilidad de los gestores de la política científico-tecnológica y alcanza de pleno a los líderes políticos del más alto rango, por cuanto supone poner nuevas bases para una radical transformación cultural de nuestra sociedad en la era del conocimiento y la innovación. Desde aquí lanzamos el guante del debate y la reflexión para que la sociedad en general y, en particular, nuestra clase política (en el gobierno o en la oposición) lo recoja.
Carlos Cuerda e Iñaki Barredo son economistas y socios de Naider.
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