Panorámica construida
Subí la ladera de Montjuïc. Desde los parapetos de las terrazas de los jardines Costa i Llobera -de espaldas al farallón salpicado de agaves (esas plantas silvestres con el mástil de la flor que brota como un estoque cuando la planta muere) y sembrado de palmeras washingtonias-, se disfruta de una vista panorámica del puerto, la bocana y la mar abierta. Quería ver el bloqueo del puerto por los barcos de la cofradía de pescadores. Las embarcaciones desiguales de los huelguistas estaban dispuestas en dos filas, obstruyendo la entrada y salida del puerto. Del lado de popa, suspendidos en la continuidad azul del pálido mar y el cielo descolorido, media docena de buques, entre cargos, transportes y un par de paquebotes macizos como fortalezas, aguardaban a que se les franquease el paso. Parece que unos y otros ya llevaban algunos días así, aguardando una señal, como en episodios de antaño, cuando el temor al contagio imponía cuarentena a los barcos que llegaban a Barcelona desde puertos tropicales infectados por las epidemias de peste o cólera.
Los barquitos, cada uno aislado de los demás y envuelto en el fluido azul, parecían maquetas, juguetes, en una atmósfera de absoluta serenidad. Pero es probable que tanto los que se habían colocado para impedir el paso como los que, después de una travesía más o menos prolongada, se encontraban impedidos de entrar en el puerto estuviesen llenos de hombrecillos diminutos, presa de la mayor de las tensiones, de impaciencia, irritación y hostilidad.
En el malecón que se extiende a la izquierda de los silos y naves industriales, del aparcamiento de automóviles y los edificios de las empresas Interfrisa, SA, y Provimar, en el centro de un círculo de marineros con boina, se distinguía un grumete, sentado en un noray, que tocaba el acordeón. En cuanto a la música que el grumete interpretaba, si serían tangos o mazurcas, tarantelas o habaneras, no lo sé, desde su dimensión espectral no llegaba el sonido hasta el jardín de cactus, porque por medio discurre el cinturón de ronda y la carretera de entrada a la ciudad, y suena el tráfico con un estrépito monocorde e incesante.
En el jardín las moscas reclaman que prestemos atención al drama presentido de su inmediato fin con un revoloteo insistente, pegajoso, fastidioso, y uno avanza espantándolas por los senderos de lajas, entre el columnario de las Neobuxbaumia polylopha mexicanas -esos tubos verdes con reflejos amarillos y aristas dentadas, de cinco metros de altura-; las igualmente altas arborescencias boscosas de las Euphorbia candelabrum, procedentes de Abisinia; los Cleistocactus strausii bolivianos, de proporciones más modestas, que parecen colas erguidas de monos grises, cubiertas por una fina pelusa de agujas de apariencia engañosamente sedosa, y los Echinocactus grusonii mexicanos, como un campo de melones con pinchos, vulgarmente conocidos como "asiento de suegra". Es un jardín espléndido, digno de toda admiración, pero situado a trasmano, y lo visitan mayormente los turistas extranjeros, en primavera, cuando los cactus florecen y están más lustrosos. Aquí a media mañana de un día de octubre no se ve otra alma viviente que las de los jardineros del Ayuntamiento trabajando en silencio, vestidos de Peter Pan.
En el puerto, a la derecha de los edificios mencionados, se extiende un paisaje de grúas, de grandes camiones tráilers aparcados e hileras e hileras de contenedores de mercancías. Los colores rojo, azul y amarillo de esos contenedores, impregnados del matiz metálico de la chapa, parecen los propios de los libros miniados, los beatos medievales. Pero luego, al tomar en consideración otra vez ese paisaje ordenado, geométrico, me di cuenta de que no estaba mirando un libro miniado, sino una retícula de Torres-García, y de que el paisaje portuario es un homenaje a sus óleos rigurosamente estructurados, donde las líneas de las grúas trazan las paralelas verticales y los contenedores figuran las casillas de los signos elementales que él repetía cuadro tras cuadro a modo de abecedario jeroglífico: el barco, la estrella, la escalera, la casa, el pez, el ancla y a veces algunas palabras: départ, espoir, voyage, Europe, Amerique. Partida, esperanza, viaje... sugestivas, prometedoras palabras. Y no me extrañaría que si este paisaje técnico y marinero visto desde el jardín de los cactus recuerda tan vívidamente los cuadros del gran artista uruguayo fuese porque él lo sublimó en uno o varios cuadros, ya durante su estancia en Barcelona o más bien evocándola desde lejos, no sé si con desdén o con nostalgia doliente de malquerido.
Porque es público y notorio que no le tratamos bien. Su estilo juvenil clasicista, dentro del espíritu noucentista, pasó de moda inmediatamente, las obras que realizó en Barcelona y sus alrededores fueron despreciadas y él tuvo que liar el petate y buscar el sustento y un clima más receptivo en París, y luego en Nueva York, antes de regresar a la casilla de salida. También en esas grandes capitales donde forjó su estilo inconfundible se le abrieron puertas y en seguida se le cerraron. Claro que debía de ser un hombre difícil, impuesto de una vocación magistral y doctrinaria que no a todos agradaba; capaz de visitar a Miró en su taller de París para explicarle cómo tenía que pintar: de forma estructurada, geométrica, manteniéndose dentro de los límites de una figuración esquemática. Miró, como es natural, se negó a abandonar su alfabeto para emplear el de Torres y someterse a sus "sermones enfermizos". Éste también acabó disgustado, y por parecidos motivos, con sus compañeros del grupo Cercle et Carré...
Sólo de vuelta en su Montevideo natal pudo encontrar estabilidad y reconocimiento, y ver satisfecha su vocación didáctica. Como abanderado del arte moderno en la América Latina ejerció inmensa, fecunda influencia en varias generaciones de pintores suramericanos. Alguna vez, al echar una mirada distraída al escaparate de cierta galería de la calle de Provença, me ha estremecido la sorpresa de un pequeño y magnífico torres-garcía pintado sobre una tabla de madera, una chapa de metal o un pedazo de cartón. Alguna vez entre los lienzos de una exposición colectiva en una galería atenta al arte americano me ha sorprendido un óleo cuya gama de colores y signos dispuestos en carriles y estantes proclama: "Torres-García fue mi maestro y no he podido librarme de él". En adelante tampoco me será posible ver el puerto desde Montjuïc sin recordarle.
museosecreto@hotmail.com
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