En descampado
Con bastante comprensión, y no sin alguna preocupación, José María Ruiz Soroa nos hablaba hace unos días de la nueva etiqueta ideológica del socialismo vasco, de su "vasquismo". Lo hacía en un artículo valiente, ya por el sólo hecho de plantear el tema, y en unos términos con los que estoy de acuerdo en su mayor parte. Entre sus conclusiones, se hallaba la de constatar la irrupción de un momento histórico singular: "aquél en que el socialismo vasco asume deliberadamente el nacionalismo entre sus principios". Bien, no quiero dedicar mi artículo a precisar el alcance del término vasquismo. Siempre me ha parecido uno de esos eufemismos de graduación, cuyo verdadero contenido se revela una vez que se han superado ciertas prevenciones timoratas, y el tiempo nos despejará su silueta nacionalista. Así que, dejémoslo estar y vayamos con otra de las afirmaciones de José María Ruiz Soroa, la de que Rodríguez Zapatero "ha hecho suyo el esquema nacionalista de comprensión del Estado".
Cuando se habla de la superación de un viejo contencioso territorial español, que es la intención que parece guiar la política del señor Zapatero, tengo la impresión de que se están tergiversando los términos. La historia puede ofrecer testimonio de la existencia de viejos problemas pendientes, pero puede proporcionar también pretextos para problemas que son más nuevos de lo que sus viejos disfraces nos quieren dar a entender. Y los contenciosos nunca se resuelven si las intenciones de los contendientes son básicamente opuestas. Lo más que se consigue en esos casos es mantener la tensión de forma no traumática, lo que exige un reconocimiento de las motivaciones de los sujetos que contienden, de todos, no sólo de uno de ellos. Lo que quiero decir es que, sean cuales sean sus fundamentos en el tiempo, lo que se da hoy en España no es tanto un contencioso territorial como un problema con los nacionalismos. Y quiero decir también que es un problema difícilmente solucionable, ya que en ningún caso se trata de un problema de encaje o de integración, como se suele dar a entender. Los nacionalistas, en último término, no quieren integrarse. Lo que desean es irse, de ahí que cualquier acuerdo con ellos sea siempre provisional, y sólo será aceptado si propicia una nueva situación favorable para su vocación última. La Constitución de 1978 quiso superar ese "contencioso territorial" y, al parecer, no lo consiguió. A cualquier nuevo acuerdo le ocurrirá lo mismo.
Se me alegará que no hay acuerdo que mil años dure y que en la historia todo es mutable, como yo mismo acabo de reconocer al referirme al disfraz historicista de determinados contenciosos. Los acuerdos siempre son provisionales, sean de éste o de cualquier otro jaez. Ciertamente es así, pero es igualmente cierto que hay que plantearlos en sus justos términos. No hay un problema vasco, o un problema catalán, sin que haya al mismo tiempo un problema español. O para ser más certeros, lo que hay en cualquier caso es un problema que afecta a toda la ciudadanía, y ésta, de momento y hasta que no se nos alumbre el cielo nacionalista, es una ciudadanía española.
No hay nada que amortizar a unos -y esta es la insaciable visión nacionalista del problema y del Estado- si con ello al mismo tiempo se desamortiza a otros. El problema no lo planteamos los vascos o los catalanes, sino los nacionalistas vascos y catalanes, y razón tenía el señor Ibarretxe cuando reivindicaba para sí el mérito de haber iniciado este litigio. Quizá el señor Zapatero quiera colocarse en el fiel de la balanza -y es una intención que le honra-, pero ha de tener en cuenta que no se enfrenta tanto a un problema de integración como a uno de pérdida, y ha de exigir el reconocimiento de los planteamientos legítimos de quienes no están dispuestos a aceptar esa pérdida. Si el futuro de nuestra convivencia se halla en vivir en una tensión sin traumas como estado óptimo, la legitimidad de las aspiraciones no puede residir sólo en una de las partes.
Naturalmente, siempre cabe confiar en los buenos vientos de la historia y en que se pueda llegar a una situación mejor que la de esa tensión sin traumas que yo auguro. El problema con los nacionalismos se convierte en contencioso territorial en función de las mayorías sociológicas, y cabe esperar que éstas cambien de signo por mediación de sucesivos acuerdos de apaciguamiento. La experiencia reciente no ofrece signos claros en ese sentido que inviten al optimismo. El giro nacionalista que están emprendiendo algunos partidos socialistas regionales puede ser un síntoma de esa defección ante la pérdida, o bien un disolvente que acabe con el viejo problema. Lo que no impide que también uno se quede ahora un poco más en descampado.
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