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Columna
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Calle Haro Tecglen

Y no se calló. Y ahora, a su muerte, Haro Tecglen tendrá una calle porque no se calló. Ni siquiera se cayó: se desvaneció. Ni siquiera, parece, se murió: desapareció, se fue por donde había venido (él sabrá). Con la misma coherencia: estaba de vuelta. Y su calle no será nunca la de en medio: se tomará a la izquierda. "Era un sabio, un hombre lúcido y coherente que logró ser respetado por personas de todo signo político", dijo Alicia Moreno, concejal de Las Artes del Ayuntamiento, que ha acordado dar a la ciudad ese justo recuerdo de futuro.

Como periodista valiente y radical, necesario, el hueco insustituible que ha dejado Haro Tecglen, que además era un hombre generoso y amable, supone una catástrofe para los lectores y, por tanto, para este periódico, donde escribía lo que se consideraba el editorial alternativo (a veces, un contra-editorial), por el que tantos comenzábamos la lectura diaria del periódico. ¿Cómo vamos a leer el periódico a partir de ahora? era la pregunta repetida ante la noticia de su desaparición. Diego Galán, amigo que participó en el homenaje a Haro celebrado en el Teatro Español, consiguió después resumir la respuesta: "Pues por el derecho, en vez de por el revés". Y en eso estamos (aunque, algunos días, supongo que según tenga la cabeza, abro la página de Radio y Televisión y, de reojo, casi a hurtadillas, miro el lugar en donde estaba él, no sé, como si aún cupiese la posibilidad de que aparezca otra vez, así, de golpe, como desapareció, quién sabe).

Haro era coherente, sí. El diccionario dice que coherencia es "conexión, relación o unión de unas cosas con otras", así como "actitud lógica y consecuente con una posición anterior". Cuando insistimos en la coherencia de Haro Tecglen, nos referimos precisamente a su capacidad de actuar en consecuencia con las ideas que preconizaba. Con todas sus consecuencias, por difíciles que fueran. A pesar de los avatares de la historia, a pesar de los vaivenes de unos y de otros, él no dejó de ser republicano y rojo, bien que lo repitió, mal que pesara a quien pesara; y a pesar de los acomodos de unos y los cansancios de otros, él no dejó de defender las libertades y los derechos humanos, qué pesado. Pero no sólo los humanos: Haro Tecglen era uno de los pocos, poquísimos, que iba más allá del ombligo de nuestra especie, defendiendo también los derechos de los animales no humanos. Amaba a su perro Trotski (¿qué siente Trotski ahora?) y trascendía ese amor a tantos otros perros, a tantos otros trotskis que son maltratados, abandonados y despojados de sus derechos. Por eso no fue casualidad que una de las primeras personas que vi en el Teatro Español fuera Nacho Paunero, de la asociación El Refugio. Estaba desolado, como si hubiera cargado desde El Espinar con la pena de los cientos de perros acogidos en su albergue, rescatados de la crueldad humana que Haro tanto denunció. Sé que Nacho Paunero venía en nombre de todos ellos, de todos aquellos sin voz a los que Haro siempre puso la suya: el joven maestro, cargado de años y de asuntos importantes, nunca faltó a las convocatorias de El Refugio. Cuando coincidíamos en esas presentaciones de campañas contra el abandono o en los festivales a favor de la adopción, Haro achuchaba a mi perrita Poca, que entre sus brazos enormes parecía aún más pequeña, y le hablaba con la ternura de los hombres buenos: en la bondad y la compasión comenzaba su sabiduría.

En lúcida coherencia con esta posición en la vida, Haro dispuso para su muerte la donación a la ciencia de su cuerpo. En principio, lo de la ciencia suena muy bien: uno se imagina inerte sobre la camilla de un Joan Massegué, bajo una penumbra limpia y futurista, aportando al investigador claves definitivas, y su cuerpo donado se le representa un lujo. La realidad es otra: puedes caer en la camilla de Massegué tanto como en la de un aula de primero de Medicina, sometido a los manoseos de torpes estudiantes. Haro lo sabía, por supuesto. Ahí está, precisamente, su último gran acto de generosidad: ser parte del medio necesario para que esa torpeza primera pueda alcanzar la excelencia. Y también sabía que el uso de su cuerpo quizá pudiera ahorrar el dolor a un animal condenado a la experimentación. Qué experimenten conmigo, pensaría, total, con este cuerpo ya no voy a poder enamorarme. Un raro, Haro. Gracias por no callarte. Pasearé con mi perra por tu calle.

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