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Columna
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Lamentos y culpas

Como la capacidad de autocompasión es infinitamente mayor que la de autocrítica, abundan estos días los lamentos apocalípticos sobre el futuro del Concierto Económico. El peligro, sorprendentemente, no está en la aspiración de Cataluña, incluida en el proyecto de nuevo Estatuto, a obtener el mismo rendimiento financiero que da en Euskadi y Navarra este instrumento esencial de su autogobierno. Los partidos catalanes se han dado cuenta de que, teniendo en lo básico un nivel de renta y una estructura económica similar a la de Cataluña, y con una presión fiscal equivalente, las comunidades forales obtienen unos recursos públicos por habitante hasta un 65% superiores a los que dispone la Generalitat. No dicen, como hicieron algunos en el pasado, que es un privilegio, pero quieren sus frutos, lo que va a situar el Concierto muy a la vista pública en los próximos meses.

No. Las lamentaciones no vienen por esta exposición, sino por un auto del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco que ha dejado en suspenso cautelarmente los preceptos del nuevo Impuesto de Sociedades que las haciendas forales vascas calcaron literalmente de la anterior, anulada en diciembre por el Tribunal Supremo; entre ellos, el que establece en el 32,5% el tipo general que se aplica a los beneficios de las empresas, situado en el 35% en el resto de España. La sentencia del Supremo, que consideró "ayudas de Estado" a la luz de la legislación de la UE los aspectos del impuesto vasco que se separaban del estatal, no está falto de rigor, pero es discutible en su formulación.

Sin embargo, habrá que convenir que las diputaciones forales no fueron especialmente perspicaces al decidir cumplir la sentencia firme del Alto Tribunal repitiendo los principales artículos anulados, con el tipo del 32,5% como estandarte. La "manifiesta identidad" de unos y otros ha sido el motivo aducido por el Tribunal Superior para suspender su aplicación. Un acto, por lo demás, previsible, de modo que uno puede rasgarse las vestiduras, pero no sorprenderse; porque cabe discrepar de las sentencias judiciales, hasta de los tribunales más altos, pero lo normal es que los jueces las apliquen.

Tras la decisión del Tribunal Superior, algunos dirigentes políticos y empresariales han vuelto a afirmar que la sentencia del Supremo suponía de hecho la "derogación del Concierto Económico". Aun sin restar trascendencia a la resolución judicial, el aserto resulta exagerado. No puede reducirse ese instrumento sólo a la capacidad de establecer impuestos diferenciados -dentro de los límites marcados en el propio Concierto-, y menos circunscrita a un tributo, el de Sociedades, que aporta poco más del 12,5% de una recaudación de 10.850 millones de euros este año. En cualquier caso, la queja del "no nos entienden" evita preguntarse sobre el uso que se ha hecho de esa atribución del Concierto -por cierto, siempre aplicada en favor de los empresarios en el Impuesto de Sociedades y nunca en el IRPF- y de los resultados conseguidos. Las organizaciones patronales de la comunidad autónoma, que sacralizan la soberanía normativa del Concierto y reclaman su "blindaje" frente a la mirada de los tribunales, ¿dirían lo mismo si se utilizara dicha capacidad para establecer recargos, en vez de deducciones, y un tipo en el Impuesto de Sociedades más elevado que el que rige en el resto de España, atendiendo que también los servicios públicos son más caros en Euskadi? Disponer de la capacidad de diferenciarse no justifica por sí mismo su ejercicio, ni exime de explicar por qué es necesario hacerlo en un determinado momento. Del mismo modo que la posesión de un coche capaz de correr a 200 por hora no impone tener que conducirlo a esa velocidad, ni le libra a uno de ser sancionado si rebasa los límites fijados.

La teoría general de la incomprensión no termina de explicar la sucesión de encontronazos que los experimentos fiscales con el Impuesto de Sociedades vasco han provocado en los últimos quince años con el Gobierno central, con la Comisión Europea, con los gobiernos y organizaciones empresariales y sindicatos de La Rioja, Castilla y León y Cantabria, con algunas empresas, y entre las propias diputaciones.

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