Y ahora, el Apocalipsis
Así traduce al castellano el suplemento de mi venerable enciclopedia Larousse el título de aquella obra maestra de Ford Coppola llena de napalm y hélices, Apocalypse now. Y si me ha venido a la memoria es porque la prensa, audiovisual o escrita, y las conversaciones que circulan en los bares se me aparecen afectadas de una especie de milenarismo mucho peor que ninguna gripe aviar, y que amenaza con provocar fiebre en la mitad del país como la cosa siga igual que hasta la fecha. Se repiten los síntomas que ya sacudieron a nuestros remotos antepasados de la Edad Media cuando creyeron tener el fin del mundo a vuelta de página: campan los profetas por las esquinas, desde los púlpitos se nos exhorta al arrepentimiento, son denunciados falsos mesías, un estado de vago terror y crispación se extiende por todos los cerebros sin que entendamos de dónde procede concretamente y de qué modo ponerle freno. En estos días, España se parece mucho a una pelea de perros: una horda de ultraderechistas irrumpe en la sala en que la academia honra a Carrillo y le acusa de asesino; Rajoy y sus centuriones nos alertan de que el presidente del gobierno va a vender la nación a los catalanes y de que debemos estar preparados para impedir semejante expolio; anuncios en rótulos del grosor de un ladrillo exigen respeto a una Constitución que es más importante que los votantes que la aprobaron; agoreros con corbata y gomina se lanzan a la historia comparada y nos avisan de que así comenzó la República, que todos sabemos dónde terminó por obra y gracia de su ceguera política. Ante los amagos, amenazas y estruendo de todos esos perros que enseñan los colmillos desde la arena, se me ocurre traer a colación un refrán que a mis ojos siempre ha ocultado una profunda verdad, y que sirvió a Truman Capote nada menos que para encabezar uno de sus libros: ladran, luego cabalgamos.
Según he oído, Manuel Chaves ocupa una situación de equilibrio en la ejecutiva federal del PSOE desde la que intenta aliviar a Zapatero de sus disgustos y mediar entre esos niños díscolos que son Maragall, de una parte, y la pareja cómica Bono-Ibarra del otro, siempre tan ocurrente. Se compara el papel pacificador de Chaves con la posición que podría detentar Andalucía en una futura reforma de la Constitución, a medio camino entre el garibaldismo catalán y la defensa mostrenca de la ley que propugnan no sólo los cóndores del PP. Sea como sea, resultaría conveniente despejar tanto humo, sofocar esas voces que avisan de la llegada del lobo y tranquilizar un poco a la población para convencerla de que los mapas de las escuelas no tienen los días contados. Una de las herencias más nefastas de la gestión de Aznar, de entre las muchas que podrían citarse, fue la tendencia a ver en la Constitución un bloque de granito, una montaña, un enorme monumento de basalto que ningún escoplo podría rectificar en el futuro. Las leyes están escritas sobre papel y redactadas por hombres, el papel amarillea y los hombres envejecen: sería absurdo tratar de esclavizar la realidad móvil y dinámica de nuestra sociedad a un fetiche lastrado por pastas de cuero y lomos dorados. El tiempo nos vuelve otros, y también el porvenir puede variar de aspecto. Sin adoptar necesariamente el de un Apocalipsis.
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