Falta discurso, sobra conversación
ENTRE LAS COSTUMBRES de la clase política no se cuenta la de construir y pronunciar alguno de aquellos discursos que, en otros tiempos, bastaban para cambiar una situación o indicar la vía de salida de un conflicto. Es difícil encontrar hoy, en las intervenciones públicas de los políticos, un discurso digno de recuerdo: muy pocos resisten la lectura. Tal vez este radical empobrecimiento de la capacidad discursiva tenga que ver con la predilección por la entrevista o por el micrófono, ambos propicios a la ritual estocada al adversario, al recurso a lugares comunes o a las frases cortas fabricadas por algún especialista en mercadotecnia.
Con tanta abundancia de entrevistas y declaraciones fugaces, no se puede decir que la clase política no hable. Pero lo que sí se puede decir es que le falta palabra, en el doble sentido de la expresión: lo que se dice hoy ya no vale para mañana, y lo que se dice hoy o mañana carece por completo de aquella "facultad racional con que se infieren unas cosas de otras" en que consiste el discurso. Por ejemplo, del actual debate en torno a las reformas estatutarias sabemos que el presidente dispone de una alacena repleta de locuciones listas para su uso, simultáneo o alternativo; sabemos también que su patria es la libertad y que España es plural y Cataluña goza de fuerte personalidad, y no faltan exhortaciones para confiar en que al final todo encontrará una salida razonable gracias al diálogo y a la comprensión. Sabemos todo eso, sí, es verdad; pero no sabemos lo que piensa.
A lo mejor lo saben sus privilegiados visitantes; Carod, por ejemplo, o Artur Mas y hasta el inefable Maragall; pero el público no lo sabe. Podría en este momento objetarse: bueno ¿y qué importa que el público no lo sepa? La política ya no es lo que era: un conjunto de proposiciones sólidas de las que se infería una práctica posible. Ahora la política es más fluida, más líquida, como repiten los sociólogos familiarizados con Bauman. Ahora ya no hay proposiciones sólidas, que cada cual defiende hasta alcanzar fórmulas de compromiso o de consenso; ahora todo es conversación: a ver qué dices tú para saber qué tengo que decir yo. Nunca se ha conversado tanto como ahora: cada dos por tres vemos subir y bajar los escalones del palacete de La Moncloa a un montón de gente a echar un rato con su inquilino. Luego salen y cada cual dice las pamplinas de rigor porque lo importante no es lo que han conversado, sino mantener la conversación. Habermas tendría que sentirse muy feliz.
De modo que quien eche de menos un discurso será rápidamente acusado de viejo carcamal. Y, sin embargo, por muy antigua que parezca, es preciso recordar una cosa: la política no es única ni principalmente conversación; la política es, ante todo, palabra pronunciada en la plaza pública. Pronunciada quiere decir que hay gente obligada a decirla y a sentirse comprometida por ella. Gente obligada a fijar una posición, a diseccionar un problema, a dilucidar en voz alta las vías de solución, a convencer de la bondad de sus propuestas, a batirse públicamente en su defensa. No hay política sin discurso público; sólo confusión e incertidumbre, o sea, conversación, que es de lo que andamos sobrados.
No se trata aquí del elogio al gran orador; se trata, simplemente, de que nos enfrentamos a una densa concentración de conflictos mayores, crecidos mientras conversábamos y que afectan o afectarán a la vida diaria de los ciudadanos, a la productividad de nuestra economía, a la demografía de nuestras ciudades, a nuestras relaciones exteriores, a nuestras identidades y, en fin, pero no en último lugar, a nuestro Estado. ¿Alguien sabe lo que de verdad piensa el Gobierno? ¿Alguien recuerda, consulta, cita, se inspira, en algún discurso pronunciado alguna vez por el presidente o alguno de sus ministros o portavoces? Sabemos, eso sí, que el presidente va a dejar como una patena el Estatuto, que nuestras relaciones exteriores son una maravilla de clarividencia, que nuestros escolares van a recuperar el abismo de atraso en lengua y matemáticas. Sabemos todo eso, pero lo que de verdad piensa el presidente y sus ministros sobre estas y otras cuestiones, ah, de eso no sabemos nada, porque de todo eso no hemos escuchado más que música celestial.
En semejante tesitura, no es extraño que, a pesar de lo bien que nos lo pasamos conversando, la oposición se encuentre ya, con Aznar marcando de nuevo el paso, a un punto de distancia del Gobierno. Y esto no ha hecho más que empezar.
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