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Tripartito, S.A.

Mucha agudeza exhibía y más razón que un santo llevaba uno de los consejeros del actual Gobierno de la Generalitat -de los puestos en cuarentena por el presidente Maragall- cuando definió al tripartito como una suerte de Dragon Kahn sin freno alguno. Y sin precedente alguno -añadiría yo a la metáfora-, fuera del ámbito estricto de los parques temáticos. La política, las instituciones y el gobierno de un país no deben ni pueden convertirse en simple objeto para la diversión y el entretenimiento lúdico de la ciudadanía.

La gran virtud del pacto y del amplio consenso -casi unánime- alcanzado en el Parlament de Catalunya el pasado 30 de septiembre, no consistió únicamente en hacer posible la aprobación de un proyecto de Estatuto muy ambicioso y al mismo tiempo respetuoso con el actual marco constitucional. Tal como yo mismo reconocí públicamente -acepto el correspondiente mea culpa por exceso de optimismo-, el amplio acuerdo logrado hace algo más de dos semanas permitía también oxigenar una vida política a menudo enturbiada en los últimos tiempos, bien por reproches mutuos, bien por dinámicas excesivamente partidistas. El pacto catalán por el nuevo Estatuto abría la puerta a la recuperación de una cierta dignidad colectiva entre la clase política, a una cierta dosis de madurez y a un cierto clima de confianza y de savoir faire, necesarios para la buena gobernabilidad de un país.

El tripartito nació como una 'inversión' llevada a cabo con la esperanza compartida de alcanzar mayores réditos electorales

Sin embargo, la grave crisis institucional y de credibilidad en la que ha desembocado lo que empezó siendo otra de las muchas y abundantes crisis de gobierno en lo que llevamos de legislatura nos ha vuelto a situar, desdichadamente, en un tipo de escenario que algunos creímos -ingenuamente- superado. No sólo eso; tal como se desarrolló el debate de política general a lo largo de la semana pasada -el uso y abuso del rodillo tripartito en la votación de las resoluciones frenó todas y cada una de las iniciativas de CiU-, podemos dar por difunto el espíritu de colaboración y entente puesto de manifiesto el pasado 30-S.

Más allá de todo eso, hoy tenemos un escenario caracterizado por un presidente de la Generalitat que, queriendo hacer uso de sus atribuciones y responsabilidades nombrando a nuevos consejeros, ha sido desautorizado por el conjunto de fuerzas políticas que componen el Gobierno, incluido su propio partido. El presidente Maragall decide realizar algunos cambios y el secretario general del PSC y ministro del Gobierno español dice que tal decisión es innecesaria e inoportuna. Y el Gobierno sigue intacto. ¿Dónde reside, pues, la capacidad última de decisión?, ¿en la presidencia de la Generalitat o en la secretaria general de un partido? Y aún más: ¿Qué sentido tenía celebrar un debate de política general para evaluar la acción de gobierno si quien comparecía en ese debate no tiene -como se puso de manifiesto- la última palabra ni siquiera en los ámbitos de responsabilidad que le corresponden plenamente?

Tenemos un escenario, en segundo lugar, caracterizado por una absoluta provisionalidad, encarnada por el propio Gobierno, moralmente destituido, que hace imposible una buena gestión e impide que se instale la normalidad y estabilidad que son condición sine qua non para superar la actual parálisis y empezar a tomar, de una vez por todas, decisiones inaplazables, y a aplicar las políticas necesarias y hoy en suspenso en ámbitos tan importantes y decisivos como la sanidad, las infraestructuras, la suficiencia energética o el medio ambiente. Y parece que lo peor está aún por llegar: la situación tiene tintes de callejón sin salida. Si después de todo lo ocurrido el presidente Maragall sigue adelante con sus planes de llevar a cabo los anunciados cambios, no cabe duda de que se va a tratar de un gobierno extremadamente débil desde su nacimiento, con pies de barro. Resulta lógico: un gobierno sin la confianza y la cohesión interna necesarias, empezando por la que debe existir entre un presidente y unos consejeros que con toda seguridad ya no van a ser los que él desearía como compañeros de viaje, es un gobierno con pocas posibilidades de éxito.

La profunda y grave crisis institucional que ha provocado el intento fracasado de renovar su Gobierno por parte del presidente de la Generalitat, culmina, profundiza y confirma algunos de los defectos crónicos más graves de la mayoría parlamentaria nacida del Pacto del Tinell y de una peculiar cultura de la coalición. Tal pacto no fue en absoluto un acuerdo programático y para sellar un determinado proyecto de país. Fue un acuerdo con dos finalidades de otro orden bien distinto: echar a CiU del Gobierno al precio que fuere y repartirse el poder en compartimentos estancos e impermeables. El tripartito nació así como comunidad de intereses; una inversión llevada a cabo con la única esperanza compartida entre sus miembros de alcanzar mayores réditos electorales en el futuro. El pacto del Tinell dio lugar a un Tripartito, SA, no a un gobierno para la gestión de un proyecto común.

No va a ser CiU -ni siquiera fue necesario- la que ponga en duda la capacidad y la prerrogativa de un presidente de la Generalitat para llevar a cabo los cambios de gobierno que precise convenientes. Sí, en cambio, nos vemos con la legitimidad y razón suficientes -desde el sentido común- para poner en duda la conveniencia y la oportunidad del momento, así como el poco -o nulo- esmero de unos y otros -presidente y tripartito- en cuidar el fondo y la forma en todo este lamentable suceso.

En definitiva: la situación de crisis institucional y desprestigio colectivo desencadenado la semana pasada no va a ayudar -más bien va a entorpecer- en el inicio de la nueva fase en el largo camino para la aprobación del Estatuto de Cataluña -ya con bastantes obstáculos y dificultades como es de prever-, que debe dar comienzo el próximo 2 de noviembre con la toma en consideración en el Congreso de los Diputados.

Felip Puig es portavoz de CiU en el Parlament.

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