Emoción en el patio de butacas
Políticos, artistas, escritores y periodistas despiden en el teatro Español a Eduardo Haro Tecglen
Eduardo Haro Tecglen recibió ayer a mediodía en el teatro Español el multitudinario homenaje de la gente a la que dedicó su vida y su oficio. Falleció el pasado miércoles a los 81 años; cumpliendo sus deseos, su cuerpo ha sido donado a la ciencia médica, y siguiendo también esas intenciones suyas de quitarle a su despedida todo aire de funeral, su familia y un grupo de amigos organizaron este acto en el mejor marco posible para el adiós al crítico de teatro que, en palabras de Núria Espert, "fue un lujo para la escena española".
No cabía nadie más. En el escenario, el rostro de Haro y su gesto característico, que tuvo desde niño: la mano izquierda en el bolsillo. En el patio de butacas, en el gallinero, y en la misma calle, amigos, admiradores, colegas, en una cifra que muy bien duplicaba el aforo del propio teatro Español, unas 600 butacas.
Juan Luis Cebrián: "Su éxito con los lectores se debe a su capacidad de mirar las cosas desde un ángulo diferente"
Núria Espert: "Le hizo un bien enorme al teatro español con su sinceridad casi siempre apasionada, dura, exigente..."
Diego Galán: "Si hubiera muchos Haro, el mundo sería irreconocible y, desde luego, muchísimo mejor"
Recibiendo a ese gentío, los anfitriones del escenario: el alcalde Alberto Ruiz-Gallardón; la concejal de las Artes, Alicia Moreno, y el responsable del Español, Mario Gas. Y en la primera fila, la familia del escritor fallecido: Pilar Yvars, su primera esposa, y la hija de ambos, Pilar Haro Yvars; y su segunda esposa, Concha Barral, con la hija de los dos, Yamila Haro Barral. Y también los directores que ha tenido en los medios que fueron su casa, desde José Ángel Ezcurra (Triunfo) a los directores que han sucedido a Juan Luis Cebrián en la dirección de este periódico, Joaquín Estefanía y Jesús Ceberio. Estaba con ellos el presidente de PRISA, Jesús de Polanco. En el escenario, coordinando el acto, Fernando Delgado, que ha dirigido a Haro en las tertulias políticas de las últimas temporadas del programa A vivir que son dos días, de la cadena SER. Intervinieron Núria Espert (el teatro), Diego Galán (Triunfo, la amistad), y Cebrián (EL PAÍS).
Ver ayer a Haro mirando hacia el patio de butacas del teatro Español desde el escenario sorprendía y sobrecogía. La última vez que el crítico ejerció allí su oficio, sentado en su propia butaca, fue cuando este teatro dio acogida al Julius Caesar de William Shakespeare, el último 20 de junio. El título de su crítica (La política en peores tiempos) y una frase del final de su texto ("la calidad de los actores, la precisión de sus gestos y de sus palabras, las situaciones de cada uno en el escenario gracias a la dirección, ofrecen un conjunto que permite olvidar por un momento las ideas del teatro agonizante") parecen hablar de un Haro mucho más esperanzado que de costumbre. En el teatro, en el mundo y en la vida.
La última crítica, publicada en EL PAÍS del 14 de octubre, era sobre una obra de Fermín Cabal (Tejas verdes), que estrenó la sala alternativa La Grada. El título de su crítica: El dolor vuelve. Todos le evocaron vivo. Él estuvo centenares de veces sentado en las mismas butacas desde donde ayer le miraban muchos de los que habían "sufrido o disfrutado" (dijo Núria Espert) el vigor a veces corrosivo y otras luminoso de su oficio crítico. Diego Galán, que habló representando a los que trabajaron con él en Triunfo, le evocó vivo, haciendo esa revista, "donde escribió de todo porque representaba a todos los tiempos y a todas las épocas". Fernando Delgado reiteró lo que era evidente. Haro hubiera odiado un funeral: "Hemos celebrado la vida".
El acto fue sustentado también por la música que Haro tanto amó. Sonaron, en las cuerdas del Cuarteto Kazak, composiciones de Mozart y Schubert, en medio de un ambiente en el que el homenaje a un hombre sonó también a reconocimiento a los que, con él, y esto lo dijo Núria Espert, han contribuido a que el pensamiento español "no se abarate". La gente, en la plaza de Santa Ana, se quedó charlando, como pasa en las grandes ocasiones. Dentro, Haro mirando, y el teatro. He aquí extractos de lo que dijeron.
NÚRIA ESPERT "Fue un lujo para el teatro español"
Él ha sido un hombre muy importante del pensamiento español. Su participación en la segunda etapa de Triunfo, en tiempos tan oscuros para España, fue fundamental para que todos nosotros fuéramos percibiendo una realidad distinta a la que ocultaban aquellos tiempos tan grises. Mi profesión de actriz me impidió, acaso por pudor, decirle lo importante que había sido para mí y para tantos que le seguimos y que sabíamos lo que significaba para nosotros.
En nuestro país los grandes hombres escasean; éste es un país muy destructivo, estamos muy desinformados, y esa manipulación de la realidad que sufrimos hace que todo se abarate... En ese ámbito tan devastado, Haro era un lujo para el teatro español. Ejerció su pensamiento con sinceridad, con una sinceridad casi siempre apasionada, dura, exigente... Y esa actitud le hacía un bien enorme al teatro... Decía lo que pensaba, con rigor, con sinceridad, y se ganó el respeto de toda la familia teatral, porque ejerció su oficio según su desinteresado parecer... Los que hemos sufrido y disfrutado de sus críticas tenemos por él un respeto extraordinario, no contaminado por las circunstancias personales de cada uno. Era honesto, directo, cruel o iluminado....
DIEGO GALÁN "Hemos tenido suerte teniéndole"
Cuando cumplió los 80, hace ahora algo más de un año, se le rindió un agasajo en el Círculo de Bellas Artes, y desde semanas antes pedía que por favor alguien le quitara de encima aquel embolado. Sin embargo, cuando terminó el acto, a algunos nos pareció entender que estaba contento. Hemos tenido mucha suerte al haber conocido de una u otra manera a Eduardo Haro Tecglen. Somos privilegiados de haber podido aprovecharnos de su sabiduría, de su honestidad, de su coherencia. Hemos tenido mucha suerte, amigos.
Antes de llegar a Triunfo, dirigía el España de Tánger, y era ya un periódico de prestigio que podía apañárselas para eludir algunas de las normas de la censura española. Fue un director de periódico codiciado por otras empresas. Recuerdo en una ocasión la visita de un empresario catalán al que Eduardo llevó a tomar unas copas a un cabaré después de la cena. El empresario quedó prendado de una joven marroquí de ojos almendrados y comenzó a ligar con ella. Un camarero se acercó a Eduardo: "Señor Haro, le advierto que su amigo no sabe que no es una mujer, que es un chico", a lo que Eduardo contestó: "¿Y a usted qué más le da?".
El director de Triunfo, José Ángel Ezcurra, se llevó el gato al agua y se lo trajo a Madrid. La revista Triunfo marcó la época de los últimos años del franquismo, y aún se la recuerda como un referente. Era la cita semanal obligada de la gente de izquierdas. De cualquier izquierda.
José Ángel Ezcurra la dirigía con tesón y arrojo, mientras Eduardo Haro orientaba la nave. Escribía de todo: de política internacional, aunque él decía que entre líneas también estaba hablando de lo que pasaba en la España de la censura: era la única sección que firmaba con su auténtico nombre. Había otra que escribía con el seudónimo de Juan Aldebarán, en la que hablaba de la historia pasada, y en la que él encontraba claves para entender el presente. Usaba también el seudónimo de Pablo Berbén para artículos que hablaban de la ciencia y del futuro, porque Haro Tecglen pertenecía a todos los tiempos y a todas las épocas. Hasta tenía una columna semanal firmada con el seudónimo de Pozuelo, lugar donde nació, para hablar de temas de la vida cotidiana, que pudo ser el germen de la que años después escribiría a diario en EL PAÍS.
Eduardo nunca perdía la calma, ni siquiera cuando le llegaron, como a Ezcurra, amenazas de muerte por parte de la extrema derecha, ni cuando en el portal de su casa aparecían esvásticas pintadas y otras amenazas de muerte.
No perdía la calma ni cuando discutía con el administrador de la revista Triunfo. Dos momentos me vienen al recuerdo: cuando asesinaron a Che Guevara él propuso que la portada de la revista fuera la foto del cadáver, y el administrador se negaba ya que "un muerto no vende". Se agotó la edición, naturalmente. Al igual que ocurrió cuando Allende fue derrocado por las armas. La portada que se publicó gracias al tesón de Eduardo fue una página completamente negra, de luto, figurando en blanco sólo las cinco letras de Chile.
Lo veía todo, desde lo más grave a lo más agudo. Desde lo inmediato y cotidiano hasta la inmensidad cósmica.
Si hubiera muchos Eduardo Haro Tecglen, o todos fuéramos un poco como Haro Tecglen, el mundo sería irreconocible y, desde luego, muchísimo mejor.
JUAN LUIS CEBRIÁN "Recuperó la memoria de un siglo"
Antesdeayer me llamó por teléfono Concha Barral y me dijo que las córneas de Eduardo habían sido trasplantadas a algún necesitado. Seguro que Haro Tecglen ya había pensado que ésa era la mejor manera de dar un último disgusto a sus enemigos: lograr que su mirada sobre las cosas de este mundo pudiera prolongarse desde el otro, gracias a los milagros de la ciencia, los únicos, por cierto, en los que él creía, y aun con desconfianza. Me apetece suponer que en esa sutil membrana de sus globos oculares han quedado grabadas, como en un disco duro, las mil y una lecturas de las mil y una noches de nuestro amigo, sus furtivos encuentros con la belleza ajena, su esfuerzo permanente por recuperar la memoria de un siglo que se nos fue y sobre el que él pasó con la dedicación de un entomólogo, ávido de diseccionar cuanto bicho viviente encontraba a su paso. Eduardo pensaba que los recuerdos valen, aunque estén falseados, y creo que tenía razón, sobre todo cuando compruebo la gran capacidad de los historiadores para manipular los hechos, que ellos presumen de haber documentado bien. Pienso que el éxito de Eduardo con sus lectores, y la indignación obscena que causaba entre quienes no cesaban de injuriarle, se debía precisamente a su capacidad de mirar las cosas desde un ángulo diferente, justo desde aquel que más solía incomodar al personal. Y, también, a su irremediable tendencia a inventar la memoria, no para acomodar los hechos a sus intereses, sino para intentar comprender la realidad conforme a sus principios... o terminar por destruirla si no se avenía a ellos. Por eso, a muchos les inquietará saber que hay circulando por ahí un ciudadano al que le han implantado los ojos de Haro Tecglen. A mí, en cambio, me reconforta. Me parece ésta una forma de inmortalidad, de sucederse a sí mismo, mucho más placentera y útil que el aburrimiento de estar sentado a la diestra de Dios Padre.
Eduardo Haro Tecglen llegó a EL PAÍS algún tiempo después de la fundación del periódico, pero en realidad se había instalado en él mucho antes de que existiera, porque su manera de hacer y sentir el periodismo coincidía en esencia con la de todos nosotros: la primera premisa era la libertad. Me temo que esta palabra ha quedado un poco anticuada en nuestros días, quizá porque pensamos que las amenazas contra ella son menores que las de antes, cuando no es cierto, aunque tal vez resulten menos evidentes. Lo único diferente, ahora, es que tenemos a mano algunos mejores instrumentos que nos permiten defendernos de los liberticidas al uso. EL PAÍS era, y es, y seguirá siendo, un periódico para la libertad: por eso Eduardo Haro se encontraba en él como en su casa, porque era su casa; y porque sabía que podía discrepar, si lo quería -y muchas veces lo quería-, de su opinión editorial o de las opiniones dominantes del resto de los columnistas; y hacerlo con la misma y radical capacidad de ejercer su libre albedrío le permitía, también en no pocas ocasiones, discrepar incluso de sí mismo, rectificar, poner en causa sus afirmaciones rotundas, entreveradas siempre del padecimiento que provoca la duda intelectual.
Este amor apasionado a la libertad es, a mi ver, lo que más distingue la vida y obra de Eduardo Haro Tecglen, lo que explica sus aparentes vaivenes y confusiones, su búsqueda a veces atribulada, pero siempre irrenunciable, de un mundo más justo y coherente con los criterios morales que le guiaban. Eduardo era un hombre tímido y contra la caricatura de quienes le denostaron en vida, y han sido recalcitrantes a la hora de hacerlo tras su muerte, era un hombre bueno. Pero era, además, un periodista de talento, por lo que los tontos le producían una irritación lindante con el desprecio. Esos mismos tontos le pagaron siempre con la moneda de la injuria, que él supo recoger con ironía distanciada.
Sobre todo, y ante todo, era un periodista. Siempre dispuesto a hacer, a contribuir, a aceptar encargos, órdenes, incluso sobre trabajos aparentemente insignificantes, porque él, como tantos otros de su generación, sabía que no hay oficio menor en periodismo, y que en esta profesión, al igual que en el teatro, uno tiene que hacer de todo, ser un todero, y nunca sucumbir a la tentación de la vanidad, que es la versión miserable de la legítima soberbia a la que tiene derecho cualquier buen escritor. Me ha parecido impresionante que su último artículo fuera precisamente sobre los periodistas y no sobre otra cosa, y sobre las asechanzas a la libertad de expresión que deambulan por los pasillos del Congreso de los Diputados. Me pregunto hoy si elegir ese tema para su escrito póstumo fue por casualidad, o por una premonición. Él solía contar que en su familia había un santo, san Simón de Rojas, que siempre les avisaba de la muerte, a veces mediante mensajero tan poco original como un gato negro que se cruzaba en el camino. Quién sabe si el tal Simón no le había advertido de que el fin estaba cerca y debía cumplir con un último servicio a su profesión, tan querida. En cualquier caso, pienso que tuvo la muerte que él habría apetecido si le hubieran dado a elegir. Hasta el marco, rodeado de compañeros de trabajo, dispuesto a discutir con ellos de literatura, en una tasquita del Madrid castizo y putañero, parece que ni pintiparado. Hoy hemos venido aquí a decirnos a nosotros mismos cuánto le admirábamos, cuánto le queríamos y cuánto le echaremos de menos las gentes del teatro, de la radio, los redactores de su periódico, nuestro periódico, los lectores de EL PAÍS, los hijos de aquel siglo pasado, problemático y febril, que desangró a la humanidad en múltiples guerras y de cuyas injusticias y pesares Eduardo fue testigo de excepción. Gracias a la ciencia, y a su generosidad, sus ojos nos seguirán iluminando con su mirada deferente desde un nuevo y jubiloso albergue temporal.
Babelia
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