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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Dictadura bajo palio

Miguel Ángel Villena

El Ejército puso las armas, la Falange aportó los desfiles de masas y el adoctrinamiento y la Iglesia católica se encargó de las bendiciones. Fueron los tres baluartes principales en los que la dictadura de Franco cimentó su poder hasta bien entrados los años sesenta y, si se apura, hasta la muerte del general. En palabras de Julián Casanova, "la Iglesia proporcionó a Franco la máscara de la religión como refugio de su tiranía y crueldad". "Sin esa máscara", añade el historiador, "y sin el culto que la Iglesia forjó en torno a él como caudillo salvador, santo y supremo benefactor, Franco hubiera tenido muchas más dificultades para mantener su omnímodo poder". Basta contemplar las fotografías del dictador entrando bajo palio en las catedrales -un privilegio reservado a los reyes o al santísimo sacramento- para darse cuenta del apoyo sin fisuras y de la coartada moral que la jerarquía eclesiástica y una gran mayoría de católicos brindaron al general.

LA IGLESIA DE FRANCO

Julián Casanova

Crítica. Barcelona, 2005

382 páginas. 15 euros

Hubo excepciones, pero fueron nada más que excepciones, como se encarga de relatar Julián Casanova en un ensayo que no pretende un recorrido de la relación entre el franquismo y el nacionalcatolicismo durante toda la dictadura, sino que se centra, con lucidez y gran profusión de testimonios, en las bases que forjaron durante la posguerra la estrecha alianza entre el régimen y la Iglesia.

Aquello que resulta más conmovedor y escalofriante del libro se refiere a la absoluta identificación de los católicos con la represión, es más, a una sanción moral de los desmanes. En este sentido, resultan muy reveladoras las memorias de Gumersindo de Estella, un capellán de la cárcel de Zaragoza, citado por Casanova, que señalan: "Como sacerdote y como cristiano sentía repugnancia ante tan numerosos asesinatos y no podía aprobarlos. Mi actitud contrastaba vivamente con la de otros religiosos, incluso superiores míos, que se entregaban a un regocijo extraordinario y no sólo aprobaban cuanto ocurría, sino aplaudían y prorrumpían en vivas con frecuencia". Porque, pese a los cosméticos lavados de cara de los ministros católicos en los años cincuenta y a las nuevas generaciones de sacerdotes demócratas de los sesenta y setenta, la Iglesia siguió mirando hacia otro lado durante cuatro décadas de oprobio.

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