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Columna
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El monumento a Colón

Es frecuente en las entrevistas de urgencia preguntar qué monumento de tu ciudad consideras mejor y cuál consideras peor. Es un relleno periodístico que complementamos con cualquier frivolidad o con una referencia optimista a la actualidad. Pero esto tiene el peligro de condicionar el criterio popular o del parecer consensuado de una falsa élite, a pesar de que proviene de una suma de trivialidades ocasionales.

Un caso particular pero significativo en la acumulación de juicios banales es el monumento a Colón de Barcelona, donde La Rambla alcanza el puerto. Todavía hoy se dejan oír las frases despectivas que le dedicaron los intelectuales y los poetas del primer novecentismo, cuando reclamaban un "arte clásico" para la nueva cultura catalana. Las diatribas se dirigían sobre todo a la arquitectura modernista y llegaban a reclamar el derribo del Palau de la Música Catalana, que consideraban el "Palau de la Quincalleria Catalana". Su ideal era aquella arquitectura de aparente elegancia que había empezado bastante bien en los nuevos edificios de los Grups Escolars y que acabó tan mal en los refritos del clasicismo de cartón piedra que todavía sufrimos en el Ensanche de posguerra. Pero, puestos a criticar cualquier intento de vanguardia, no se limitaban a la revolución modernista, sino que alcanzaban a los precedentes eclécticos que todavía hubieran podido ser considerados conservadores. Sería interesante, por ejemplo, lograr una antología de las críticas insignes, chistosas y envenenadas al monumento a Colón. Josep Pla estaría seguramente en primera línea. Me parece que fue él -una prosa magnífica, pero un persistente mal gusto para entender las artes plásticas- quien calificó al monumento como una detestable espalmatòria. Este y otros exabruptos, todavía menos solventes, acabaron marcando una cierta indiferencia popular hacia un monumento que había sido erigido en medio de un entusiasmo popular y con unos medios que acreditaban un gran gesto de modernidad.

El monumento a Colón es el más destacado de Barcelona, y en su relativa modestia, uno de los mejores de la época de toda Europa

La historia ya ha sido explicada muchas veces y no hace falta repetirla en detalle. Antoni Fages -un catalán americanizado, con obsesiones y actitudes pintorescas- salía a la calle cada 12 de octubre a reclutar partidarios para el monumento, hasta que, con ocasión de la Exposición Universal, con la ayuda del escultor Manuel Fuxà y el promotor cultural Carles Pirozzini, logró convencer al alcalde Rius i Taulet. El arquitecto Gaietà Buïgas ganó un concurso de proyectos; Joan Torras diseñó el complejo sistema constructivo con un andamiaje metálico que fue un impresionante alarde técnico; además de Fuxà participaron los escultores hermanos Vallmitjana, Llimona, Atxé, Alentorn, etcétera; la fundición de las columnas y la instalación de los accesos fueron unas aventuras emocionantes; el coste total -poco más de un millón de pesetas- fue sufragado en buena parte por una suscripción pública. En junio de 1888 se inauguró con una gran cabalgata pública diseñada por Pellicer, Labarta, Riquer, Pascó y Vilomara, con la presencia de los alcaldes de Génova y Barcelona, del presidente Sagasta y de la Reina Regente. Fue el signo de la Exposición Universal y la manifestación de un momento culminante de la ciudad: una silueta definitiva sobre el perfil de Montjuïc.

Pero es, además, en su relativa modestia, uno de los mejores monumentos europeos de la época. Ahora que ya no nos influyen los combates dialécticos de los novecentistas y sus derivados, podemos juzgar su valor real. La tipología basada en la columna como base de una figura a gran escala corresponde, sin duda, a una tradición que va del clasicismo a los sincretismos del Segundo Imperio y podríamos decir que es la más persistente a lo largo de todo el siglo XIX. Pero lograr que esa composición no caiga en el ridículo -no parezca la caricatura monumental de un candelero, como decía Pla- requiere una gran habilidad de diseño. En el monumento de Barcelona se hace evidente la habilidad de Buïgas al introducir la esfera como elemento de transición, a la vez que la utiliza para completar los espacios de acceso al magnífico mirador. Otro recurso es el perfil de la escultura del navegante: el brazo horizontal establece un cambio compositivo importante y evita que se lea como una continuidad desvanecida y afiligranada de la columna, cosa que ocurre en muchos monumentos de esa misma tipología, como por ejemplo el dedicado, también en Barcelona, a mosén Cinto.

La base y el capitel de la columna demuestran igual habilidad compositiva, utilizando las esculturas y los relieves como sustitutos de la reconocida estructura canónica de un orden barroco. Quizá el único punto dudoso sea la altura de esa columna, porque es contradictoria: el fuste, por sus dimensiones, parece corresponder a un sistema dórico y la base y el capitel a un sistema corintio o compuesto. Es posible que ese desequilibrio visual sea consecuencia de las dificultades técnicas e incluso de las limitaciones económicas: la incorporación de los accesos obligaba un diámetro mínimo de la columna y la longitud total venía condicionada por el proceso y los costes de la fundición. Pero, quizá se trate de una simple libertad compositiva, tan frecuente en la evolución de los eclecticismos hacia las nuevas formas del modernismo. Y no es un defecto que nos haga dudar -ahora que el tiempo histórico ha sedimentado las polémicas interpretativas- sobre la extraordinaria calidad del monumento. Podemos decir -y demostrar- que es el mejor monumento de Barcelona.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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