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Tribuna
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Historia de un cuadro

A mi llegada a la sede madrileña del Instituto Cervantes (como luego hice en la más venerable de Alcalá de Henares) tomé posesión de un proyecto espiritual, pero también de un inmueble sobre el que circulan no pocas leyendas. El Palacio de la Trinidad, en su origen, fue una casa particular y los rastros de quienes allí vivieron -a pesar del transcurso de los años- están por doquier. La decoración es la misma -cuadros, tapices, mobiliario, jarrones, candelabros y hasta la loza y cubertería- y los espacios apenas han sufrido variación, siendo mi despacho la habitación principal, el comedor la actual sala de juntas y la capilla otro despacho. Tan singular ámbito laboral propicia un estado de ánimo peculiar al que no contribuye poco un recinto amurallado y unos jardines a la manera de aquellos de Aranjuez pintados por Santiago Rusiñol. Pedí el inventario y allí figuraba un cuadro, que luego resultó incluso estar mal medido, bajo la denominación de Obispo leyendo una carta. Los obispos van de morado, mientras que los cardenales lo hacen de rojo como el del cuadro; por tanto, no estábamos ante un obispo, sino ante un cardenal. No figuraba el autor ni ninguna otra referencia. Todo indicaba que no se hizo una investigación cuando se llevó a cabo el primer traspaso del inmueble, ni en los posteriores. Este hecho, en principio, no me llamó en absoluto la atención y cuando me dispuse -como siempre ha sido mi costumbre- a visitar a todo el personal en sus puestos de trabajo, fui reparando en cada uno de los cuadros colgados de las paredes. La pieza que llamó más mi atención se encontraba en el despacho del administrador, fuera del palacio, en un casetón de deplorables condiciones, sito junto a la entrada principal. Su destierro de otro lugar preferente era ya largo y prolongado. Philippe (por parte de padre, francés como nuestro pintor) lo colocó frente a su mesa de trabajo. Allí lo encontré y, desde el primer momento, me produjo una gran inquietud, pues como escribió Paul Valéry "la belleza convierte a un objeto en un enigma". Ni la composición, ni el asunto, ni los colores eran convencionales. Buscamos alguna identificación, pero en vano. Únicamente escrito por detrás de la tela aparecía el nombre de la marquesa de Uceda.

Afilar los sentidos

El vértigo y la agitación de la vida cotidiana en esta institución me hicieron, involuntariamente, dejar pasar baldíamente algunos meses. En otra de esas visitas habituales por las estancias, el cuadro volvió a manifestarse ante mí con esa fuerte presencia que sólo tienen las grandes obras de los museos. Goethe, al visitar la galería de Dresde, comentó el hecho de que contemplar cuadros verdaderos nos agota y fatiga, pues todos nuestros sentidos se afilan: la mirada penetra más allá, se afinan nuestros oídos y se pierde la conciencia del tiempo. Fue entonces cuando me puse en contacto con Miguel Zugaza, director del Museo del Prado. Envió una avanzadilla para hacer las primeras valoraciones y como fueron muy positivas le hice llegar el cuadro de inmediato. Finalmente comprobé con satisfacción que mi intuición no me había fallado. La obra podría haber pertenecido a un pintor español importante, podría haber sido una copia o una atribución desconocida. Sin embargo, nada menos era un Georges de la Tour. Un pintor apreciado y prestigiado en su siglo, el XVII, pero luego olvidado hasta su recuperación definitiva en el siglo XX. Un pintor de quien apenas se conocen medio centenar de obras. El Prado sólo dispone de una muestra: Tañedor de zanfonía, adquirido a finales del año 1991 con fondos del legado Villaescusa. Además, el "tal obispo", nada menos que era san Jerónimo. Este santo fue igualmente recreado por otros grandes pintores como Durero (en uno de sus mejores grabados), Ribera, El Greco o Van Dyck. Casi siempre lo representan como asceta, desnudo o semidesnudo, o con burdo tejido de palma. Cuando lo hacen como consejero del papa san Dámaso, lo vemos ostentando la púrpura cardenalicia. Así aparece en nuestro cuadro. En ambas representaciones tiene luenga barba. Georges de la Tour pintó a san Jerónimo de ambas maneras. Con hábito cardenalicio leyendo una carta, como el de la Colección Real de Gran Bretaña, muy semejante al nuestro aunque el modelo es distinto; o a un san Jerónimo penitente, con o sin sus atributos de cardenal. Tanto el del Museo de Bellas Artes de Grenoble como el del Museo Nacional de Estocolmo están semidesnudos, llevan un cilicio en su mano derecha y en la izquierda un rústico crucifijo. En el suelo hay un libro abierto y varios guijarros que le servían para golpearse el pecho. El segundo tiene, además, el capelo cardenalicio rojo y con ala plana.

Con todas sus galas

Sobre esta historia las casualidades se acumulan. De la Tour pintó a otros muchos santos, fuera de su temática profana, entre ellos: Santiago el Mayor, san Pedro, san Felipe, etcétera, pero el santo que a nosotros se nos aparece es un lector, un escritor y, sobre todo, un traductor. En la casa de nuestra lengua común española, en la casa de nuestras lenguas, en el mundo multilingüe donde desarrolla su acción el Instituto, aparece de repente el patrón con todas sus galas y atributos. San Jerónimo es uno de los cuatro doctores de la Iglesia latina, además de san Gregorio Papa, al que se le representa con su tiara, san Ambrosio y san Agustín, que, por lo general, aparecen con sus mitras de obispo.

San Jerónimo en el cuadro de Georges de la Tour está leyendo una carta ayudado de unos anteojos que sostiene con su mano derecha, mientras que con la izquierda aguanta el largo papel desplegado en varios trozos. Utiliza los anteojos como una lupa, pues sólo emplea uno de los cristales. Está leyendo, que no escribiendo. La carta lo asocia con Hermes, con lo desconocido, con lo esotérico, con esa labor de desentrañar la palabra de Dios venida de un lenguaje desconocido para verterla al del común de los mortales. ¡Qué mejor modo para reflejar el abismo de la inspiración que congelar para siempre a san Jerónimo vestido de cardenal, en un gesto atento e íntimo relacionado con lo más popular de su obra, las epístolas! De la Tour abotona solamente la parte de arriba del rojo manto cardenalicio y deja el resto desabotonado. Parte a la vista y parte intuida dado que la carta lo tapa casi en el inicio de este desprendimiento y, luego, al final. Simboliza el no querer ostentar por el santo ningún rango de la Iglesia y servirla desde un puesto humilde de intelectual libre de las cargas cortesanas y políticas. San Jerónimo, asociado a los libros, nos recuerda a Minerva, una extraña Minerva erudita y traductora. Asociado con el león, nos recuerda a un Hércules Orfeo que recibe y está rodeado tanto de animales domésticos como salvajes, un Hércules Esculapio que vence y rinde con el regalo de la curación mientras quita la espina de la pata del león; y en todo caso un Hércules Gálico, como el que está pintado en la Biblioteca de El Escorial y estudia René Taylor en Arquitectura y magia, que es la mejor representación de la elocuencia. Parece ser que san Jerónimo había perdido un ojo. En el cuadro de De la Tour, el rostro del santo está inclinado en el esfuerzo por leer la carta. La luz que lo ilumina por detrás incide en resaltar el ojo derecho sobre el izquierdo, que queda en penumbra como toda esa parte de la cabeza con abundante pelo y barba rizada.

Una gran serenidad

¿De quién es ese rostro, apenas entrevisto, de san Jerónimo pintado por Georges de la Tour? ¿Un modelo alquilado? ¿El cliente del cuadro que encargó aparecer retratado bajo los hábitos de su santo? ¿Un fraile que al rezar a su santo favorito arrodillado lo estaba haciendo ante su misma imagen, de la de su amigo, de su enemigo, o la del prior? ¿Será éste el rostro de un jerónimo lego o el del abad de un monasterio rico? Este cuadro produce una gran serenidad, no así la réplica de otro san Jerónimo de Marinus Claeszon van Reymers-waele, colgado en el Museo del Prado.

¿Qué fue lo que me llamó la atención de esta pintura ahora reconocida como un original de Georges de la Tour? El color rojo del manto cardenalicio era de los que únicamente se ven en los grandes museos. Las letras de la carta que casi se pueden leer a través de la transparencia eran perfectas. El rostro es tan proporcionado como sólo sabían hacerlo los grandes maestros. La tiniebla del fondo y el apenas reflejo de un rayo trasero que ilumina el conocimiento era muy de una época. Si se contempla detenidamente esta obra, no hace falta ser muy experto para darse cuenta de que nos encontramos ante algo relevante. Además, como escribe el poeta polaco Adam Zagajewski, "En ciudades extrañas / contemplamos las obras de viejos maestros / y, sin asombro, en añejos cuadros vemos / nuestros propios rostros. Habíamos existido / antes, e incluso conocíamos el sufrimiento, / nos faltaban tan sólo las palabras...".

Han pasado décadas, o quizá siglos, sin que hayamos podido disfrutar de esta pintura apartada en el desierto, como el propio san Jerónimo. "Bálsamo precioso es la pintura, / para el intelecto verdadera medicina, / que cuanto más está en el frasco más se refina, / y en cien años es milagroso", escribe Marco Boschini en Carta del navegar Pittoresco. El buen arte está en sobrevivir al tiempo, porque ya lo dijo don Francisco de Goya, "el tiempo también pinta".

San Jerónimo leyendo una carta, de Georges de la Tour, se expone por primera vez, hasta el 15 de enero, en la exposición Caravaggio y la pintura realista europea del MNAC de Barcelona.

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