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Columna
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La construcción nacional

Hay que tener mucho cuidado con los jefes propios y con los líderes políticos porque tienden a utilizarnos como ariete en sus disputas y a prescindir de nosotros en sus fiestas de reconciliación. Tantas veces los braceros andan enfrentados en la defensa de las lindes de sus amos mientras los terratenientes conviven amistosamente en el casino. Sucede que una vez inoculado el veneno del enfrentamiento en los seguidores de a pie, el antagonismo resultante a esos niveles se hace duradero aunque las encendidas broncas parlamentarias del hemiciclo se disuelvan enseguida en los pasillos del Congreso y terminen al anochecer en amistosas cenas negociadoras. Es decir, que por abajo el odio adquiere consistencia y perturba de manera duradera las relaciones familiares, vecinales, laborales y amistosas, enturbiando la convivencia, aunque se hayan sellado acuerdos políticos en la cumbre.

Enzarzados como estamos en el análisis y debate sobre el Estatuto aprobado por 8/9 partes del Parlamento de Cataluña que acaba de presentarse para su tramitación en el Congreso de los Diputados, proliferan los dictámenes de los expertos, las opiniones de los columnistas y las tomas de posición de los portavoces de los partidos, de las organizaciones sociales, de los empresarios, de los intelectuales, de los obispos y del súrsum corda. Los ayatolás de la COPE incendian desde la madrugada el ánimo de los oyentes. Clama incesante el ex presidente Aznar, empeñado en la operación derribo del Gobierno, lanzando por su boca un vómito permanente de rencor adobado con mentiras insidiosas ante auditorios de aquí y de otros países. Nadie en su propio partido le pone coto, ni le recuerda sus deberes elementales, más aún después de haber aceptado incorporarse como consejero permanente al Consejo de Estado.

Pero mientras nos agarramos con fuerza a cuanto marca el procedimiento, se acepta la toma en consideración del texto por la Mesa de la Cámara, se publica el texto en el Boletín Oficial de las Cortes, se celebra el Pleno en el que ha de celebrarse el debate de totalidad, se abre el plazo de presentación de enmiendas y se inician los trabajos de la Ponencia y de la Comisión Constitucional, conviene tal vez alguna reflexión sobre el camino emprendido. Escribía Santos Juliá en su columna del pasado domingo en estas mismas páginas de EL PAÍS acerca de las realidades nacionales y sostenía, en línea con Eric Hobswaun, y su invención de la tradición que "todo, en este mundo de las naciones, es cuestión de voluntad y de saber contar una historia". Pero además hay que hacer pagar un alto precio a los nuevos nacionales para que los dirigentes vean multiplicadas sus oportunidades políticas.

Pude observar en directo adónde lleva el empeño de la llamada construcción nacional a propósito de la situación en Eslovaquia, con ocasión de la visita pedida por nuestros colegas de la sección eslovaca de la Asociación de Periodistas Europeos que denunciaban al Gobierno de Meciar por su falta de respeto a la libertad de expresión. Las autoridades de Bratislava consideraban inaceptables esas quejas porque para ellas la vigencia de las libertades sólo importaba a ciertas minorías intelectuales díscolas, incapaces de sumarse a las prioridades básicas de construir la nación.

Además, mantenían bajo sospecha a todos los eslovacos, permanentemente escrutados acerca de la autenticidad y antigüedad de su compromiso con Eslovaquia. Cualquier actitud personal o política era susceptible de ser examinada al microscopio electrónico para comprobar si tenía los quilates necesarios de patriotismo. Por último, comprobamos cómo nuestra misión, como todas las surgidas por el interés internacional, quedaba englobada dentro de la conspiración judeo-masónico-bolchevique contra Eslovaquia. Nada nuevo, pues, en estas tres coordenadas para un español conocedor en directo de las concepciones del régimen franquista. Otra cosa muy distinta es que más allá de estos padecimientos para la población advirtiéramos la espléndida piñata de cargos institucionales, embajadas y gabelas a disposición de una nomenclatura expandida a cargo del contribuyente. O sea, lo de las comunidades autónomas de aquí pero a lo bestia.

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