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Columna
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Firmeza democrática

Uno nunca ha sido tan ingenuo como para ignorar los fines últimos del actual edificio constitucional, pero el agitado itinerario que va a experimentar en la capital del reino el proyecto de nuevo Estatuto para Cataluña está desencuadernando las endebles cartulinas del Estado y dejando al descubierto sus predemocráticos principios.

Cierto que la posibilidad de mutación de un sistema político no es absoluta, ni proporciona al enmendante un derecho soberano a proponer lo que quiera, como quiera y cuando quiera; pero también es cierto que los proyectos políticos, así como deben respetar en su desarrollo los cauces establecidos, se miden también, y sobre todo, por su respaldo ciudadano. Es la ciudadanía la que legitima cualquier proyecto político o social. Lo que ocurre es que, siendo la nación española tan impopular en amplios territorios, la voluntad mayoritaria como máxima expresión democrática debe ser sustituida por algo más burocrático y más feo: en concreto, que los proyectos políticos ya no se legitimen por su respaldo ciudadano, sino por su mejor o peor encaje en un ordenamiento preestablecido.

En un primer estadio queda claro que el uso de la violencia invalida de raíz los proyectos políticos y les priva de toda legitimidad. Basta que se amparen en la violencia para que queden desautorizados, y pocos lugares más apropiados para constatar esa evidencia que Euskadi, donde ETA no sólo ha sido siempre una organización violenta, absurda y terrorífica, sino que ya ha perdido definitivamente las guerras de la moral, de la política y de la historia. El segundo estadio correspondería a aquellos proyectos que, dirigidos por vías pacíficas, consiguen el respaldo de mayorías muy precarias. El plan Ibarretxe sería un ejemplo claro de esta alternativa: se utilizaban sólo vías políticas, pero el hecho de que sus apoyos no fueran contundentes permitía alimentar una oposición cómoda y eficaz: se hablaba así de proyectos que quiebran la convivencia social, separan a la población en dos comunidades o buscan la creación de un perverso sistema con ciudadanos de primera y de segunda.

Pero todos los inconvenientes que podrían apreciarse en esas metodologías de cambio político se hallan completamente ausentes del caso catalán. El proyecto de Estatuto que llega al Congreso de los Diputados es irreprochablemente democrático y expresa la voluntad de una abrumadora mayoría. Nada hay de criticable en el proyecto desde el punto de vista ético o político, ni alienta una amenaza de fractura social, ni ha sido fruto de ninguna imposición. El proyecto llega además con el respaldo del 85% de los representantes del pueblo catalán (es decir, sin las menguadas mayorías del plan Ibarretxe), pero para los máximos intérpretes de la biblia constitucional ni siquiera esa enorme mayoría les parece suficiente para admitir el cambio.

Seamos sinceros: para que el proyecto de Estatuto catalán fuera aceptado en el Congreso no sería suficiente ni el 87%, ni el 92%, ni el 99% de los escaños o de los votos. Y aunque todo el pueblo catalán votara como un solo hombre, sin excepción ninguna, a favor de ese proyecto, en las Cortes seguiría siendo insuficiente. Frente a un proyecto pacífico, democrático y abrumadoramente respaldado, vuelve a oponerse la cantinela de la "firmeza democrática", y quienes la piden, curiosamente, o son políticos que viven muy lejos de Cataluña o son cargos a los que la ciudadanía jamás ha elegido.

Inquietan tantas y tan sentidas loas a la unidad española cuando proceden de militares de alta graduación, jueces de no menos altos tribunales y monarcas. ¿Qué querrá decir "firmeza democrática" cuando son esta clase de individuos los que se creen llamados a defender al pueblo de sí mismo? Tanta firmeza democrática da miedo. A mí me trae a la cabeza la firmeza democrática con que supo hacer frente al separatismo (entre otros grandes males) aquel ejército de magrebíes mercenarios que comandó un célebre gallego. Tres años de firmeza democrática, en concreto, antes de alcanzar una muy firme paz.

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